El clítoris del cerebro.

El clítoris del cerebro.




Me apeteció de repente irme a tomar una tostada al sol junto a los naranjos ácidos de la plaza de España. Dejé a Alicia enredada entre las sábanas y me vestí sin hacer casi ruido. Bajé y me hice una coleta para disimular un poco el pelo sucio, me froté los ojos cuando noté el sol en la cara y giré tres veces a la izquierda para llegar al bar en el que había pensado. Pedí mi café y la tostada y me entretuve mirando a la gente que paseaba a sus perros, la mayoría de ellos van mirando el móvil y se enfadan cuando su cánido decide detenerse a miccionar o a cagar. Y lo arrastran al pobre dejando su rastro recto y oscuro y su rostro compungido y avergonzado. El camarero trajo las tostadas, pero se le olvidaron los modales y me pidió la que abonara la cuenta en el acto. No me gustan estas cosas. Iba a darle el dinero en monedas chicas para que le jodiera tener que contarlo, pero luego pensé que eso, aunque fuera engorroso, sería un favor, pues le daría cambio. Así que decidí darle un billete de cincuenta y que vaciara la caja. Me comí la tostada en cero coma, y cuando me había terminado de liar el cigarro, el camarero trajo la vuelta con su ceño más fruncido. Había tenido que ir a dos locales de al lado a por cambio; el pobre...

Siempre me gusta beberme el café con un cigarro, me parece muy poético y bohemio; postureo intelectual para uno mismo. En la mesa de al lado había una muchacha con gafas que leía un libro. Tengo que decir que nunca me había encontrado con una chica leyendo sola en un bar, pero sí me lo había imaginado, y siempre con gafas. Bonita coincidencia. Vi que leía a un autor con un nombre raro que no conocía. Di el primer sorbo de café y me quemé. Y tampoco había echado azúcar. Yo, como mi madre, no soy persona hasta que me tomo el café, pero el tomarme el café como un zombie es complicado, nadie valora los esfuerzos de los vagos recién levantados. Vi como la chica de gafas me miraba bastante, miradas cortas y vergonzosas. Parecía indecisa, pero al final se arrancó, estiró todo su cuerpo hacia mí y me dijo un tímido perdona que no hubiera oído si no hubiera estado atento al movimiento.

—Perdona
—Dime — contesté mirándola.
—¿Puedo hacerte una pregunta? — dijo ya con un poco más de confianza en su sonrisa.
— Sí, claro.
— Es que... verás, estoy leyendo este libro y hay una frase que me ha hecho preguntarme una cosa...
— Dime — dije curioso.
— A ver... aquí dice que el fijarse en el físico es superficial y que querer a alguien por su físico es materialista y hasta degenerado. Dice que lo importante es el interior, y que no hay nada más erótico que una buena conversación. Y te lo ilustra con una foto de un cerebro masturbado como un coño, no sé si me entiendes. — Y estiró el libro para que viera, en efecto, un cerebro masturbado como una vagina.
— Sí, ¿y qué pasa? — dije sin saber a dónde me llevaría esa pregunta.
— Pues... que si eso es así, porque no sólo lo dice le libro, si no que es un pensamiento arraigado en la sociedad... ¿tienes novia, por cierto? — pregunto elevando el tono de voz.
— Sí, desde hace cuatro años.
— Perfecto. Entonces, si lo que dice el libro es verdad, y no hay nada más erótico que una buena conversación, porque es la forma en la que se expresa el interior de alguien ¿No sería más traición el tener una conversación interesante con alguien que acostarte con él? No sé. Porque si te acuestas con alguien que te pone estas cayendo en la superficialidad. ¿No?  

La pregunta entró rebotando en mi cerebro y proyectando un eco metalizado que me mareaba. Ella decía que si lo que se tiene que valorar el interior en oposición al exterior, el tener una conversación estimulante y profunda con alguien puede ser un tipo de infidelidad, ya que el cuerpo, el sexo, se queda en mera superficialidad. O eso creí entender.

— No digo que sea lo mismo, porque el sexo se puede hacer con amor — siguió diciendo la muchacha de gafas— pero, a la hora de cometer una infidelidad espontánea, sin amor de por medio, ¿no sería más grave el desnudarse interiormente que el quitarse la ropa?
La muchacha se quedó mirándome en silencio esperando una respuesta que no encontré. Me moví en el asiento y me atusé la perilla para hacerme el interesante y que me diera más tiempo para pensar.

— Lo siento, es una rayada, lo sé. Pero es que no podía quedármelo dentro.
— Sí, sí, es una buena rayada. Pero, ¿esta conversación entra en la categoría de interesante?
— Supongo... — dijo ella con semblante confuso.
— O sea, que sin yo querer, según tú, le he puesto los cuernos a mi novia. — dije socarrón.
— ¡Hostia! Jajajaja. Pues puede ser — dijo ella riéndose con ganas.

Nos despedimos y me fui a mi casa aún dándole vueltas a la cosa. Entré por la puerta y Alicia estaba ya despierta.

— ¿Dónde estabas? — me preguntó dándome un beso.

— En la plaza de España, poniéndote los cuernos figuradamente. 

Si viene a tu casa buscando libros, no te la tires.

Si viene a tu casa buscando libros, no te la tires. 




Conocí a una muchacha de largo pelo negro y liso, con lunares en la cara y cuerpo estilizado que me miraba en la discoteca. Yo, que nunca he sido de acercarme a nadie, me acerqué a ésta movido por vete tú a saber qué deseo carnal. Empezamos a hablar y ella se reía de mis chistes malos, agachaba la mirada cuando le sonreía y me propuso hasta bailar. Mis manos agarraban su cintura como cuando me tocó transportar el antiguo jarrón chino de mi madre. La sujetaba con cuidado de que no se rompiera y con la calidez y ternura que provocan las obras de arte en los espectadores expertos. Ella era una delicia, no voy a mentir, ni voy a intentar rebajar su belleza describiéndola, pues el lenguaje todo lo constriñe y adultera hasta no dejar nada de realidad ni de sensación. Me gustaba y me ponía, la noche parecía confabular a mi favor cuando me dijo que diéramos una vuelta. Le pregunté que a dónde íbamos y me respondió que a mi casa. Exitazo, pensé. Exitazo del bueno, de esos que no te crees.
Abrí la puerta de mi casa con el corazón palpitando la posibilidad de sexo, cosa que creía yo que era bastante probable por el simple hecho de que ella había entrado después de mí en mi casa. Pensé que todo estaba rodado y que sólo había que dejarse llevar. Pero entonces ocurrió lo que ocurrió. Le ofrecí una copa y me la aceptó. Pero cuando fui a llevársela al salón ella no estaba allí. Estaba recorriendo toda mi casa con aire curioso y cara extrañada.

— ¿Qué haces? — le pregunté acercándole la copa.
— Estoy mirando a ver si tienes libros. — me contestó sin mirarme y cogiendo la copa.
— ¿Y para qué? — volví a preguntar, extrañado.
— Porque si no tienes libros no vamos a follar — dijo tajante, y salió de la salita llena de cajas para avanzar por el pasillo para volver al salón.
— ¿Y qué más da si tengo o no libros?
— ¿Cómo que qué más da? Si no tienes libros no follamos. ¿Qué soy yo entonces, un cuerpo bonito, un objeto sexual para tu uso y disfrute? No, perdona, yo tengo sentimientos y pensamientos, y si tú no tienes libros, me da que sólo me quieres por mi cuerpo. Y eso, además de machista, es superficial.
— Pero el sexo es puramente carnal — respondí intentando recomponerme de lo que acababa de oír.
— Pero no todo es sexo — volvió a usar el tono cortante.
— Ah vale, creo que ya me entero del asunto. Nos conocemos en una discoteca, me gustas y te gusto, porque te he gustado, porque si no, no sé a santo de qué has venido a mi casa. Ambos queríamos el cuerpo del otro y parecía que habíamos cerrado bien el acuerdo. Pero ahora me vienes buscando libros en mi casa con la soltura con la que entra mi madre a buscar cosas desordenadas y rincones sin barrer. Y me sueltas esa frase que revolotea por las redes sociales como si fuera una verdad absoluta: si no tiene libros en casa, no te lo folles.
—Exacto. No quiero ser un objeto para nadie.
— ¡Soberana estupidez! ¿Qué tendrán que ver los libros para el sexo? Si me dijeras que estás buscando el Kamasutra para, al menos, tener un mínimo de calidad, te digo que te compro el razonamiento, la felicidad lo primero. Pero que me acuses de superficial y de convertirte en un objeto por querer tener sexo contigo... eso sí que no. Y te digo por qué. Porque que a ti se te quiten las ganas de follar conmigo, que las tenías, porque no hayas visto libros en mi casa me parece bastante más superficial que lo que tú me puedas recriminar a mí.
— Pues no es así.
— Sí, sí es así. Y te voy a decir por qué. — La cogí de la mano y la llevé de nuevo a la salita llena de cajas — mira — le dije mientras abría una de las cajas que estaban tiradas por el suelo — me he mudado hace poco y aún no he terminado de desempaquetar.
Abrí la caja y ella se asomó para comprobar que estaba llena de libros. Le dije que con la mayoría de las demás pasaba lo mismo, que aún no me había puesto a ordenarlos por pereza. Entonces su cara cambió y empezó a sonreírme y a hacer tentativas de tocarme el brazo.
—Perdona, me he precipitado, ya sabía yo que tú tenías que tener libros... — puso su voz más melosa, complementando su cara de niña buena que, seguramente, usaba desde niña para librarse de las riñas.
— Sí, tía, te has precipitado. Pero gracias ¿eh?
— ¿Por qué?
— Porque me has ayudado a acuñar una nueva frase: si viene a tu casa buscando libros, no te la tires. Es la misma superficialidad que tú me juzgues por mis libros como que yo te juzgue por tus tetas y por tu culo, que por cierto tienen un ocho y un nueve. Porque vamos a follar y punto, atracción física. La superficialidad es pensar que algo que yo tengo me define. Tú no eres tu cuerpo, ni yo soy mis libros. Así que termínate la copa y te vas.


Su cara se desencajó y vi en sus ojos rabia e impotencia. Me hizo caso y se terminó la copa. Antes de irse le dije que le iba a dar una regalo por las molestias. Rebusqué en una de las cajas y le di un libro. Le dije que era para que no pasara al contrario, porque no sabía si ella tenía libros en casa y no quería que un tío la quedara con el calentón por no haber visto una mísera solapa. El autor del libro era Juan Carlos Onetti, y el título Los Adioses, porque a buen entendedor, pocas palabras bastan. 

Centros comerciales.

Centros comerciales.




Estuve hace algún tiempo dando una vuelta con una amiga por una gran superficie, un centro comercial tan limpio que mi cara se reflejaba en el suelo y corría el riesgo de resbalarme a cada paso mal dado. Yo la acompañaba porque ella me lo había pedido. Íbamos a mirar ropa, no a comprarla, cosa que me sorprendió por parecerme una idea algo confusa, casi contradictoria. No se puede ir a ver ropa y volverse, pensé yo. Esta amiga mía es muy dulce, ingenua y harto infantil, pero en el mejor sentido de la palabra, exactamente en el que significa bondad, alegría, cierta tendencia a la bipolaridad y anchura de corazón. Me agarró de la mano y fuimos entrando en las tiendas una por una. En todas se perdía entre las perchas como un perrino chico que sale por primera vez al campo. 

Cogía faldas y pantalones, sacaba perchas de camisas y las ponía junto a los leggins, se divertía poniéndose delante del espejo sujetando un conjunto y girando las caderas para verse completa. Yo la miraba divertido pero sin entender nada. En una tienda me llevó frente a los probadores y fue saliendo con un conjunto cada vez. ¿Cómo me queda? Y le quedaban todos genial.
Caminamos entre las tiendas, obviando unas cuantas sin ni siquiera entrar. No hacía falta entrar en todas, ni mirar toda la ropa que pudiera haber en ellas. Ella seleccionaba y se aceleraba cuando encontraba algo de su gusto. Debo decir que, en contra de lo que hubiera pensado, al pasar más tiempo recorriendo las tiendas, no me cansé más, ni sentí hastío; al contrario, me sentí contagiado y hasta estuve a punto de entrar a probarme una camisa de flores y unos pantalones tres tallas más pequeños que los que me corresponden.

Fue en este frenesí gratuito, pues ninguno compramos nada, cuando entendí lo que fuimos a hacer, lo que todo el mundo va a hacer a los centros comerciales. Éstos funcionan como museos de lo banal, templos orgiásticos del individualismo colectivo. En ellos siempre hay música y casi nunca relojes, los olores se mezclan con las sonrisas complacientes y pacientes de los dependientes. Los niños quejándose, la famosa estampa del marido o novio sentado cargado de bolsas, las caras sonrientes de los niños que han sacado algo nuevo a su madre. La gran variedad de colores y formas, la distribución aparentemente azarosa de los productos, las cajas al final de la tienda, los maniquíes sin rostro que te sugieren que toda la ropa de allí te quedará bien. ¿Por qué no tienen rostro los maniquíes? Para que no sean más guapos que tú. De las perchas no cuelga solamente ropa, cuelga una sensación, un estereotipo, una ambición que anhela la diferenciación tanto como reclama la universalidad. En una tienda te encuentras a gente muy distinta entre sí. Pero en todas siempre hay más ropa de mujer que de hombre. Y me pregunté: ¿no pasará la igualdad, también,  por poner los mismos metros cuadrados de productos para la mujer y para el hombre? Y luego pensé que si el hombre es un ser más visual que la mujer... ¿no es lógico que sea la mujer la que más se emperifolle y más tiempo dedique al colorido y la forma de la vestimenta?


Pero mi amiga no veía lo mismo que yo, para ella todo aquello era como ir al cine. Para ella la diversión estaba en imaginarse comprándose la ropa y, con ella puesta, venir a comprar más. Para ella, y no sé si sólo para ella, el imaginarse la ropa que se compraría si tuviera dinero es un método de escape de su estrecha vida económica. Y para fantasear, aunque sea en un centro comercial, no hace falta gastar un duro.