Ya estoy acostumbrado a que mis amigos sólo se acuerden de
mi cuando les pasa algo desagradable. Supongo que soy el tío con los oídos más
dispuestos que conocen, o el único que hace un esfuerzo para escucharlos. Hoy
en día no hay ninguna vida que no se esté desmoronando lentamente, agrietándose
sin ruido y desprendiéndose los pesados cascotes cuando menos deberían. Esto
puede confundirse muy fácilmente con la deconstrucción que tan de moda está. No
niego el beneficio que tiene el romperse a martillazos de vez en cuando, usando
toda la fuerza motora de los músculos, rígidos y alerta, para destrozar alguna
pared para poder saborear un poco de aire fresco. Yo lo he hecho algunas veces,
con las consecuentes yagas en la moral y en la personalidad que eso produce;
pues los callos de las manos que surgen al manipular la maza con fuerza y
obstinación también salen en el carácter.
Marina lo había dejado con su novio no hacía mucho, estaba
bastante angustiada por el futuro y por el pasado, por eso decía que sólo se
concentraba en el presente. Intuyo que tuvo que deslizar mucho en sus contactos
de whatsapp para encontrar mi número;
tanto era el tiempo que no sabíamos el uno del otro que me sorprendió mucho su
mensaje a las nueve de la mañana del pasado jueves. Yo había salido la noche
anterior y tardé en ver el mensaje.
—
Hola — decía Marina, escueta y expectante de mi
respuesta.
—
Buenas, Marina — le dije sin saber si esa coma
estaba bien puesta o no, y con un emoticono de una cara sonriente con los
coloretes saturados.
Me contestó ya después de comer diciéndome que quería verme,
que necesitaba hablar conmigo. Le dije que vale, que cuando quisiera y donde
quisiera. Fui a su casa y me invitó a un café sin hielo. Si no hubiera sido mi
amiga me hubiera ido de allí al instante, no me suelo fiar de la gente que a
treinta y cinco grados se toma un café caliente. Pero por respeto me quedé y
fingí que no me importaba abrasarme la lengua mientras sudaba.
Me empezó a contar lo que pasaba mirando al suelo, con la
voz grave y el pelo alborotado de no dormir. La escuché atentamente mientras se
enfriaba el café y fumaba el cigarrillo obligatorio. Daba saltos temporales de
meses para explicarme qué había pasado y cómo se sentía. Recordaba anécdotas
que con otro tono hubieran sido graciosas, pero que con su mirada gacha y su hilo de voz
ronca sobrecogían el corazón.
—
… es que llega un punto en el que todo se gasta.
Se terminan los condones y eso ya es razón suficiente para alejarse. La excusa
del tiempo es tan perfecta, tan irrompible que cuando la usas ya sabes que nada
puedes hacer. Recuerdo cómo cualquier cosa que yo pidiera era imposible, cómo
se iban juntando tantas cosas que al final resultaba imposible separar la paja
del grano, las lágrimas del sudor y las mentiras de las verdades. Tú me
conoces, sabes cómo soy y que no suelo dejarme llevar por las emociones cuando
éstas bullen, porque al final es como si estuvieras guisando: si metes la carne
cuando el agua hierve la carne se ablanda y la piel se desprende del músculo.
Por eso prefiero apagar el fuego y que la cosa se tibie lo necesario para que
no hiera. Quizás ese sea mi fallo, que intento ser consecuente, no sé.
El café se enfrió y pude beberlo tranquilo, a sorbos
decentes y no con la punta de los labios y escondiendo la lengua para que no me
quemase. Marina se tapaba el rostro con las manos y las rodillas en el sillón,
dejando escapar ligeros sollozos llenos de mocos de entre la oscuridad
artificial de su cuerpo.
—
No sé qué decirte, Marina. Hace mucho que no nos
vemos y casi ni conocía a Pablo para saber de qué me estás hablando — le dije
despacio.
—
Ya, lo siento, he pensado en llamarte muchas
veces, pero sabía que si lo hacía luego por la noche o al día siguiente tendría
una pullita inmerecida, y como soy así de tonta, prefería ahorrármelas. Pensaba
que si no hay discusiones la felicidad tarde o temprano entra por la puerta. Te
pido disculpas, pero no que me perdones, eso sería pedir demasiado.
—
No pasa nada, estoy aquí, ¿no? Pues ya está —
dije poniendo una mano en su rodilla derecha para hacerme más presente aún.
—
Y te lo agradezco mucho, de verdad. ¿Sabes en lo
que no dejo de pensar?
—
Dime.
—
En la libertad, tío, en el poder que tiene para
cambiar el pasado y justificar las cosas. La libertad permite, aunque la gente
no lo sepa, la mentira; la justifica y la enmascara hasta convertirla en otras
cosas aún más difíciles de desmontar. ¿Cómo puedes decirle a alguien que lo que
piensa no es verdad, cómo sabe uno que lo que siente es cierto? Hoy en día todo
el mundo es él mismo, mira por él mismo y busca su felicidad a toda costa, ya
apenas quedan valores relacionados con el esfuerzo. ¿Sabes por qué? Porque el
esfuerzo es relativo, a ti puede suponer un esfuerzo levantarte e ir a por una
cerveza a la nevera, quedar con alguien, aceptar cómo es la otra persona. Pero
yo creo que el esfuerzo solo existe si tienes que dejar de hacer algo tuyo, de
tu individualidad, para regalar la presencia o el tiempo a otra persona que lo
necesita. Será porque he estudiado en un colegio de curas y esas cosas se te
quedan dentro toda la vida, no sé, pero el otro día me puse a pensar en la
palabra sacrificio. No sé si significa lo que yo creo, pero me da igual, tiene
todo el sentido del mundo como yo la pienso: el sacr es de sacro, de santo; y el ficio es de oficio. Oficio
santo. Para mí tiene mucho sentido, pues no existe sacrificio sin algún dolor,
es necesario quitarse de algo para obrar sagradamente, eso es así siempre. Y es
lo que te digo, el sacrificio es relativo en todas sus formas, pues depende de
lo que uno esté dispuesto a quitarse, a dar y a soportar.
—
¿Y Pablo no se sacrificaba? — pregunté.
—
Nunca. Bueno, para él sí, porque desde su punto
de vista siempre había algo más importante que yo, por lo que cada rato que
estaba a mi lado era un sacrificio, un dolor que debía valorar. Así cada día,
durante todos estos años.
—
Vaya, suena muy egoísta eso — dije liándome otro
cigarro.
—
¿A que sí? Pero ¿qué puedes hacer contra eso?
Las razones de cada uno son las razones de cada uno, insondables e
impenetrables. Nadie cede cuando se trata de ser uno mismo. Y yo ya me he
cansado. Me duele en el alma que esto haya tenido que pasar, y más ahora,
cuando me han echado del trabajo, pero bueno, nunca llueve a gusto de todos.
—
Solo de los que están tristes — dije.
—
Pues seguramente sea así.
Después de unos instantes de silencio Marina levantó la
cabeza, vi sus ojos enrojecidos y los surcos de las lágrimas que no habían
dejado de brotar durante toda la conversación. Me sonrió con pena y vergüenza,
se levantó del sillón y abrió el frigorífico.
—
Pero bueno, estas cosas pasan — me decía
mientras volvía a la mesa con dos cervezas frías — déjame compensarte el café caliente
con una cerveza fría.
—
Me parece perfecto, pero por favor, lávate la
cara y desmaquíllate, pareces un mapache; hace mucho que no te veo y me
gustaría disfrutar de tus ojos verdes limpios, si no es mucha molestia.
—
Eso está hecho — dijo con una sonrisa sincera
que alivió un poco su ánimo.
Cuando volvió ya desmaquillada y con los ojos con el color
habitual empezamos a hablar de otras cosas más divertidas hasta que se me hizo
tarde y tuve que marchar. Me despidió con un abrazo y un beso. Bajé las
escaleras de su casa en dirección a la calle aún dándole vueltas a toda la
conversación y pensando en cómo el individualismo va torturando lentamente
todas las relaciones que no se basan en el dinero o sólo en el placer.