Los comienzos.

 


Hacía varios meses que no quedaba con Manuel a solas, y si no fuera porque Leo tiene esa capacidad para aparecer cuando menos te lo esperas, lo habría conseguido el pasado martes. Manuel llegó con su acostumbrado paso lento. Parece que flota cuando estira la pierna para avanzar, parece que no pesa y que todo el suelo que pisa está mullido como los parques infantiles modernos. Me quedé mirándolo para verlo llegar, pues pienso que la forma en la que alguien llega influye en el tiempo que se queda. Y yo a Manuel lo quiero tener cerca todo el tiempo que pueda. Cuando sólo unos pocos metros lo separaban de donde yo estaba sentado, me sonrió con dulzura y empezó a quitarse los cascos que tan bien le tapan las orejas. Con la misma sonrisa, que es una mezcla tibia entre dulzura y alegría, me saludó:

— Hola, ¿cómo estás?

— ¿Qué dices, Manuel? Aquí estamos, terminando de esperarte.

Separó una de las sillas sin hacer ruido, pues parece que todo lo que hace Manuel está bañado en un mutismo encantador. Más encantador si cabe cuando descubres qué sonidos despliega cuando coge un instrumento, y da igual cual sea. Se dejó caer en la silla mientras estiraba el brazo para llamar la atención del camarero, que estaba distrayéndose con los chistes de otro cliente un par de mesas más allá. Se dio cuenta y de un salto se plantó frente a nosotros.

— Un café con leche, por favor.

— ¿Algo más? — dijo el camarero mirándome a mí con las manos en la espalda.

— A mí otro — dije cuando me percaté que el que me estaba tomando estaba ya a puntito de agotarse.

— Serán dos — dijo el camarero, que giró sobre sus tobillos grácilmente antes de volver adentro del bar.

Leo llegó unos veinte minutos después. Su voz nos llegó ascendiendo por una de las calles que desembocan en la catedral. Ese timbre cantarín y siempre alegre iba acercándose saludando a todo el que se encontraba hasta que se topó de frente con nuestra mesa. A Leo se le agrandaron esos preciosos ojos azules y vino directo a hacia nosotros y con toda la confianza del mundo se acercó una silla para sentarse al calor de nuestra conversación. Ambos, Manuel y Leo, se saludaron mutuamente y pude apreciar los matices que distinguían ambas sonrisas: una siendo comedida y cálida, emanando de los labios de Manuel como brotan las fuentes en el campo. La de Leo era más ruidosa y escarpada, formando en las comisuras de la boca unos ángulos más pronunciados. Llegamos a la hora en la que ya se permite tomar cervezas y pedimos una ronda.

— He oído que has montado otro grupo — dijo Leo dirigiéndose hacia Manuel, el cual asintió gravemente.

— Sí, otro grupo — en el tono de Manuel flotaban virutas de desidia.

— ¿Qué te pasa, no te hace ilusión? Canciones nuevas, nuevos sonidos,… — dije.

— Sí bueno. Los comienzos siempre son bonitos. Hay sonidos y letras que no encajan en el grupo anterior; uno va viviendo y lo que dijo hace siete meses difícilmente refleja lo que hoy siento. Ni si quiera las cosas que quería ser antes son las mismas ahora.

— Bueno, los cambios son buenos — dije intentando descifrar lo que Manuel sentía y le costaba expresar.

— Tío, empezar de cero trae muchas cosas buenas, puedes deshacerte de algunos pesos muertos — Leo buscaba contagiar algo de su bien humor a Manuel, que estaba hundido en la silla, con los hombros metidos algo hacia dentro y la mirada clavada en el borde de la mesa.

— Sí, si lo que decís es verdad. Pero… ¿qué pasa cuando sólo sabes empezar a contar? Los comienzos son preciosos, los de cualquier cosa. Da igual que sea un grupo de música que una persona: las primeras veces tienen una pátina efímera que las embellece, las barniza con algún tipo de aceite que además las engrasa, y así pueden dársele todas las vueltas que se quiera, que no se queman.

— ¿Y eso no te gusta? — Leo se recostó y tomó la palabra — a mí eso es lo que me mueve: el estar atento a las sucesiones de casualidades. No es tanto lo inesperado como lo nuevo. No me gusta dormirme en la rutina, me provoca legañas en el ánimo, no sé si me explico: se me crea una costra de pereza alrededor de las ganas y no hay quien me saque de cuatro calles. Y estoy a gusto, y contento, pero acabo marchitándome.

— Ya… si a mí también me gusta esa sensación — continuó Manuel, que aún tenía palabras en la boca por soltar — Pero ver crecer… Quiero tener memoria tío. Que pueda mirar para atrás y ver todo lo que he andado. ¿Sabes? Decir, joder, he estado tres años alrededor de esta movida, conociendo a tal persona, ahondando en el cariño que siento por ti, Leo; por ejemplo. Es que las inercias de los comienzos me están empezando a molestar, me pican en todo el cuerpo y sangro de tanto rascarme. Si siempre estamos pensando que si algo se desgasta o se ensucia o si molesta se puede cambiar y empezar de cero… ¿cómo se sale de ahí?

Manuel dejó en el aire el complemento de lugar hasta que, como si estuviera hecho de humo, se fundió con las nubes grises que nos sobrevolaban. El eco de un chiste malo de otra mesa llegó a nosotros y yo me sonreí ligeramente. Bebí un trago de cerveza para saborear ese silencio que tenía algo de gnóstico y del que se traslucía cierta trascendencia.

— Las cosas no pueden abandonarse cuando cansan. Hay que tener cierta fe, como en el campo, y regar y estar atento porque hay mucho tiempo en el que las cosas que están pasando no se ven, están soterradas. Ojo avizor y paciencia. Con lo bien que esperas tú tienes que estar de acuerdo conmigo. — dijo Manuel mirándome. No pude negárselo. Siempre he sostenido que la paciencia es una virtud.

— ¿Pero dónde está el límite entre la paciencia y hacer el tonto? Lo que tienen los comienzos es que se terminan. Saber que algo tiene un final te libera de cierta forma — Leo defendía su postura ligeramente echado hacia delante en la silla.

— ¿Y qué pasa con todas esas cosas descubiertas que se pierden, que se volatizan cuando empiezas otra cosa? Las cosas buenas se pierden dejando el mismo rastro que las malas, y si un comienzo es una oportunidad, también es, en cierta medida, un asesinato — Manuel estaba utilizando un tono seco y duro, pero en ningún momento parecía haberse enrocado. Sus palabras tenían las aristas afiladas pero por culpa de estar rotas.

— Pero cuando no abandonas también hay cosas que nacen y cosas que mueren, eso es irremediable, no puedes esperar que una cosa sea del todo beneficiosa, ni si quiera el agua es en grandes cantidades mejor que una sequía. Termina pudriéndose — dije.

— Es más — Leo había alzado la voz para imponerse — si lo pensamos con un poquito de imaginación podríamos decir que ese nuevo comenzar eterno es la forma perfecta del carpe diem. Siempre repitiendo, como en un eterno retorno a la casilla de salida, siempre probando, ahondando en las cosas que no sabemos. La vida como descubrimiento.

— Eso suena precioso, Leo, y tiene sentido. Pero de la misma manera que un padre que pasa mucho tiempo fuera por trabajo se lamenta de no ver crecer a sus hijos, yo me lamento de no ver que algo perdure, que se mantenga, se riegue y que se imponga a las vicisitudes varias que nos salpican y escuecen y permanezca a pesar de la gente, del tiempo y de los bajones. Creo que el cambiar constantemente es una forma de huir de uno mismo, una pataleta contra las propiedades curativas del tiempo; digo más: el reinicio crónico no busca curar nada, pretende cercenar y utilizar los restos y las vísceras vertidas como abono de nuevas víctimas.

— ¿No crees que estás exagerando un pelín? Ya has dicho asesinato y víctimas, y estábamos hablando de tu grupo nuevo… — Leo se terminó la cerveza, la cual hizo un ruido sordo al apoyarse en la mesa.

El camarero estuvo atentísimo y presto se presentó para tomarnos nota de una nueva ronda. La conversación se había tornado seria y aunque se palpaba la tensión, ninguno pensábamos abandonar. Yo por lo menos no pretendía cambiar de tema. Tenía curiosidad por los derroteros que tomaría la conversación, enroscándose sobre sí misma incansablemente, buscando tanto morderse la cola como desasirse de su propio nudo. Manuel terminó por confesarnos que ayer había hecho ya dos años desde que estaba saliendo con Clara y que eso le había hecho pensar en todas esas chicas anteriores, tan fugaces que sólo recordaba ya el nombre. Y también nos dijo que estuvo pensándose a sí mismo en la cama de esas muchachas como si se viera desde los ojos de ellas; se preguntó si él también habría sucumbido al olvido en sus cabezas. Siguió hablando de lo que había pensado y nos contó que no se sentía igual que cuando comenzó con Clara, pero que sí se había sentido igual cuando había empezado con ella que cuando salió durante dos frenéticas semanas con Teresa.

— Cada vez pienso más en la virtud que tiene el estatismo. Claro que no quiero decir que lo ideal es estarse completamente quieto, eso es estar muerto, pero sí que sostengo que a las cosas hay que echarles un poco de paciencia y que es bastante saludable adaptar la vista al tiempo y no al revés. No sé, estoy bastante contento, no se me nota pero lo estoy, pero no puedo evitar pensar en todas esas veces que por cobardía, desidia, miedo o vergüenza he cortado la progresión de mi felicidad por culpa de la promesa de un comienzo mejor, más bonito, más fácil.

No cambiamos de tema, pero lo estiramos tanto que pudimos arroparnos con él y nos fuimos tanto por las ramas que por entre las copas de cerveza llegamos a divertirnos correteando tras los argumentos de los otros como niños que no saben qué hacer y se persiguen.