Luego, mañana.

 




La alarma del móvil suena por tercera vez. El sonido me llega opacado por las sábanas. Debajo de las cuales lo escondí medio sonámbulo cuando, hace tres horas, sonó la primera alarma. Lo busco a tientas y cuando lo encuentro, mis dedos que aún no han conseguido desperezarse, resbalan al intentar asirlo y éste se va escurriendo hacia el filo de la cama. Y salta. Varios golpes contra el suelo despiertan a mi perro que ladra por si acaso. Me resigno y me muevo para recogerlo. Por suerte la cama está algo separada de la pared y me cabe el brazo.

Ya no tengo excusas para demorar mi incorporación al mundo de los despiertos y sus prisas. Arrastro los pies hasta la cocina y me preparo un café con lo poco que queda. Miro la taza dar vueltas en el microondas con el ánimo adormilado; los ojos se me anegan y tengo que frotarme constantemente para que las lágrimas no recorran mis mejillas. No soporto esa humedad en el rostro. El caso es que no bajan rápidas, si no que su lentitud me exaspera si las dejo en paz. Parece como si tuvieran reparos en dejarse llevar, se agarran como pueden a la piel, descendiendo temerosas, quizás más espesas que su hermanas nacidas de las emociones. Estas son el funeral del sueño, sus últimos estertores.

El pitido avisa del final del baile del café en el microondas. Saco la taza agarrándola por el asa, como se debe hacer, y pongo mis pasos en dirección al estudio, que hoy tengo que ponerme a escribir. Todos los días la misma cantinela. Hoy he conseguido despertarme antes, pero aún así es insuficiente; necesito más horas pero no soy capaz de despertarme a la hora en las que nacen las mañanas. Ahora mismo son las doce, debería haberme despertado, como mínimo, hace tres horas, pero qué va. No soy capaz de madrugar y eso me frustra. Ya estoy otra vez con la picazón detrás de la oreja. Me siento desperdiciar el día, repudiando su luz matinal, discriminando esas primeras horas llenas de frescor y vida en favor de unas noches quizás demasiado largas ya para la edad que tengo y en las que rara vez consigo la plenitud que quiero alcanzar para dormir sonriendo; siempre me reprendo cuando, a las cuatro de la mañana, me tumbo lleno de esperanzas. Soy cruel conmigo mismo cuando los días se acaban. Me prometo que al día siguiente sí que me levantaré más temprano, me lo juro y consigo prometérmelo, pero no lo he conseguido ningún día. Pero no pierdo la esperanza: soy muy obstinado cuando se trata de las cosas imposibles.

Me siento frente al escritorio y me lío un cigarrillo, que es lo que suelo desayunar últimamente. Los párpados me pesan, las lágrimas siguen naciendo y la luz me molesta un poco: me hace estornudar. Delante de mí, el folio en blanco de una libreta comprada la semana pasada y que se mantiene sin estrenar. El humo del cigarro asciende bailando al son de la brisa mientras yo, ya con el bolígrafo en la mano, me entretengo hojeando la libreta. ¡Como si alguna de esas hojas en blanco fuera distinta a las demás y consiguiera retenerme para escribirla! Busco un buen lugar para empezar, pero todos son iguales y no me decido.

A decir verdad, lo que no tengo claro es sobre qué escribir. Ayer y antes de ayer tenía mil ideas que revoloteaban y brillaban coloridas y fascinantes en mi cabeza. Su piar era hermoso, música celestial que llenaba de alegría mis perspectivas de futuro. Pero todas ellas parecen haber muerto. Eran buenas ideas, las pobres. Murieron como las moscas al final del verano; las ideas no tienen una vida muy larga si no se las (trans)planta. Porque aunque vuelen como moscas o pajarillos, esas no son las ideas maduras, sólo las semillas.

Hay que cogerlas con cuidado; jugando con ellas para que no sospechen, distrayéndolas y divirtiéndolas para que bajen la guardia. Si uno se termina ganando su confianza se posan en la mano. Una vez posadas puedes cerrar el puño y, sin apretar demasiado, las llevas al papel, donde echará raíces que le saldrán de las patas si todo va bien. Porque las ideas deben ser plantadas para que maduren y crezcan altas, robustas y fuertes; firmes.

Hay veces que, teniendo una de especial belleza entre los dedos, la he dejado irse por miedo a que esa ideíta tan preciosa acabase por marchitarse por falta de riego por mi parte. ¡Es que las ideas hay que cuidarlas mientras crecen! Regarlas rutinariamente y evitar que enfermen de desidia o de expectativas. Hay varias enfermedades que las atacan, pero por mi experiencia, la desidia y las expectativas son las plagas más comunes en mi casa.

Aún no he empezado. He dado sorbos al café para espabilarme, pero estoy tardando un poco. Cuando tome la decisión de escribir por las mañanas creí que iba a ser más fácil. Confiaba en retener alguna idea interesante y desarrollarla cómodamente y sin prisas a lo largo de varios días, pero ya van creo que tres o cuatro que me siento, fumo y bebo, y no pasa nada.

La gente opina que se me da bien escribir. Alguna vez he acertado con algo que dije, y ya parece que sé decir cosas interesantes. Son esas ocasiones las que espolean mis ánimos para dedicarme a esto, pero me cuesta. Si ellos supieran la de historias que he dejado cojas por dejarlas a medias… de vez en cuando oigo el martilleo de los pasos de alguna en la oscuridad. Pienso que vienen a por mí con su cojera que me acojona. Nunca me alcanzan, pero el miedo y la culpa no se me van del cuerpo. No es fácil dar con algo digno de ser contado, pero yo lo intento, de verdad. Pero como no madrugo, me cuesta centrarme. Creo que si consiguiera levantarme temprano, con esas horas de más que ahora no tengo podría dedicarlas a regar sin prisas esas ideas que ahora se mueren de sed.

Se ha consumido el cigarro y el café se enfría impunemente, con cierta socarronería me parece apreciar. Pues nada, otro cigarro que me tengo que liar. Ojalá todo fuera tan fácil como fumarse otro cigarrillo. Intenté no hace mucho ponerme a escribir una historia sobre una muchacha que he conocido y que da gusto verla y estar con ella. Pero detrás de cada idea hay un miedo que la persigue: por eso vuelan como pajarillos; huyendo de ese miedo depredador y violento. El espectáculo de la presa y el cazador es espeluznante: si la atrapa, le quita las alas a mordiscos y la deja mutilada en el suelo, desangrándose. Todos los miedos son solo boca y dientes, y si tienen lengua la usan para escupir pegajosas verdades biliosas que se secan casi al instante, petrificando todo lo que tocan. Por eso, cuando atrapo una idea debo sostener un pulso con ese miedo agazapado y atento a mis movimientos. Esa ideíta que reposa creyéndose a salvo entre mis manos hay veces que se termina convirtiendo en una ofrenda; en un sacrificio que entrego a ese maligno miedo que se relame de gula. Alimento según que miedos por temor a que si se vuelven demasiado hambrientos ataquen con más violencia. O que traspasen el umbral de la imaginación y que, primero la cabeza y luego todos los dientes, terminen por arrojarse al mundo real. Así que, de cierta manera, al no escribir nada parece que estoy salvando el mundo, al menos el mío. Pero eso es una estupidez, yo lo sé, pero me reconforta.

El pajarillo que representa a esa muchacha que he dicho es de varios colores y su trino suena primaveral. Parece mecido por las brisas que él mismo genera batiendo sus alas con suavidad; no me ha pasado inadvertido el hecho de que ese pulso de viento que el pajarillo (o la muchacha) genera influye en las demás ideas. Éstas siguen las corrientes de aire con carácter divertido y juguetón, conformando una coreografía viva y colorida.

Los miedos que persiguen al pajarillo saltan desde todos lados, insultan, rabian y se encolerizan mutuamente hasta alcanzar un estado tal de excitación que, todos a una, se ufanan en perseguir a la muchacha, despreciando a todos los demás pajarillos.

Hay ideas que se evaporan pasados unos minutos; otras mueren matadas por los miedos, siendo toda su existencia una huida pavorosa e interminable. Pero esta muchacha es inalcanzable por lo que parece. Todos los miedos la persiguen y ella parece que se divierte con ellos. Vira con elegancia, sus requiebros son vertiginosos, se gusta y adorna con piruetas y acrobacias; disminuye la velocidad cuando asciende, se sostiene en el aire un instante, quieta, sin descender ni ascender, en alguna cima invisible. Los miedos aceleran, se estorban y pisotean, corren hacia ella y cuando parece que le van a hincar el diente ella gira y, dando una vuelta sobre sí misma en un escorzo perfecto, se deja caer a plomo, con las alas bien pegadas al lomo y una sonrisina de suficiencia brota de su boca mientras va en línea recta contra el suelo. No se estrella, se posa grácilmente con sus patitas y espera. Cuando ya es imposible que cambien de rumbo o que disminuyan la velocidad, cuando los miedos están tan otra vez tan cerca que su fétido aliento lo llena todo… ella se eleva con una elegante cabriola y se va, dejándolos a todos estrellados contra el pavimento. Mueren algunos, pero pocos. El resto se cabrea aún más y en seguida retoman la persecución.

Me maravillo al verla surcar los cielos con esa elegancia tan suya; sus colores brillan al contacto de la luz y tanto le da que sea de día o de noche, pues las estrellas, cuando titilan, le mandan mensajes de admiración en morse. Ojalá pudiera yo armarme de valor o de habilidad para poder cogerla entre mis manos y llevarla hasta el folio, o mejor, besarla y que anide en mi boca, al cobijo de mi lengua. Pero sólo sé mirarla. Soy consciente de que los que la persiguen soy yo mismo. Partes de mí demasiado enfermas que solamente pretenden contagiar su pena y sus malos sentimientos a todo lo que tenga algún color. Y siento algo parecido a la pena cuando ella, tan bonita y alegre, tan suya, se posa cerca de mí como queriendo incitarme a que la coja. No sé si quiere ser atrapada, la verdad. He supuesto que sí muchas veces y no he hecho nada; igual no quiere que la acoja y sólo está jugando conmigo. Convirtiéndome en el miedo más grande y lento del mundo. Si sólo se quiere divertir, es cruel conmigo. Pero también lo es con los demás pajarillos que la siguen casi ciegamente y que ella devora de vez en cuando. ¡Pobres ideítas mías que siempre mueren, ya sea por los miedos o por esa muchacha!

Y así es normal que todos los días me parezcan el mismo y no consiga tomarme en serio mis aptitudes: siempre me pasa lo mismo, el folio en blanco trastoca todas las gamas de colores que me rodean. Si al menos consiguiera mantener viva alguna idea un par de semanas creo que podría recolectar sus frutos. ¿Pero quién querría crecer aquí y alimentarse de los improbables frutos de promesas hechas mantra? Al menos el sabor del café que se ha enfriado ya no me desagrada tanto, es dulce y áspero, pero tolerable; totalmente compatible con la pereza. Ya me he terminado el cigarro y no he hecho nada, y hacerme el tercero me parece abusar. Tampoco estamos tan mal. El bolígrafo describe círculos alrededor de mis dedos. Todo el instituto intentando conseguir hacer ese truco y es ahora cuando lo consigo. Me resulta bastante complicado engrasar las manos para que sigan el ritmo de mis pensamientos. ¿Qué va más rápido: los pensamientos, la lengua que habla o las manos que escriben? La mayoría de las ideas que he plantado son ya yerba seca. Así está el paisaje de yermo. Y como apenas hay árboles, los sentimientos que corretean por esas llanuras con pequeños y paticortos. Construyen madrigueras laberínticas que llegan hasta las humedades más profundas. Temo que acaben ciegos, como les ha pasado a los topos, y que desarrollen tanto el oído que acaben por fiarse solamente de ese sentido.

El perro ha puesto su cabeza sobre mi pantorrilla y pone esa cara que desde pequeño tan bien se le da. Me está pidiendo salir. Lo miro a él y miro al folio y pienso que me vendría bien un poco de aire. Y así, como si todo fuera elección mía y con un recubrimiento de lógico y natural, dejo de lado lo que quería hacer, lo destierro a ese luego eterno que parece el título de mi vida y me entrego de nuevo a otro día que no tendrá nada de diferente del anterior ni del siguiente; a excepción de si mi perro tiene a bien cagar en casa o en la calle.