La luz.





La luz que entraba por la ventana daba cierta intimidad a la habitación, ocultaba con mágica efectividad el polvo de varias semanas que prosperaba en las tapas de los libros que, dispuestos en columna de más de diez volúmenes, crecían desde el suelo. Esto creaba la sensación de estar todo a medio hacer o a punto de terminar de destruirse. 

Parecen ruinas antiguas que ya a nadie importan.

Alba se paseaba descalza con cuidado por la habitación. Con sus fijos dedos y su delicado tocar arrastraba parte del polvo de los libros y, tras limpiárselo de las yemas, lo dejaba caer al suelo. Del polvo no te libras, sólo lo cambias de lugar. 

Podías encender la luz.

¿No te gusta la penumbra? A mí me parece que te sienta bastante bien. 

¿A qué te refieres? —Alba se giró y la luz amarilla de la farola más cercana acentuó la curiosidad de sus ojos. 

A nada — dije dejándome caer en el sillón — ¿Fumas? 

¿A qué te refieres? 

A lo que sea.

Si te vas a hacer un porro, yo quiero. 

Perfecto — dije poniéndome manos a la obra. 

Alba siguió paseándose escrutando las estanterías y dibujando líneas de limpieza sobre las superficies. Cogió uno de los libros que no miraban hacia el techo y lo ojeó en voz alta: 

… y por eso, aquellos que no temen la soledad se rompen los sesos cuando les besa sin esperar que sus labios correspondan. Dijo Ágatha sin entender muy bien qué es lo que quería decir…

Alba dejó el libro en otro lugar distinto del que lo había cogido, ayudando así a polinizar mi habitación. Pues cuando algo se mueve, algo genera. 

¿Y la penumbra es para ver o para que no te vean? 

¿Cómo? — dije con la lengua recorriendo el pegamento del papel. 

Que si te gusta la oscuridad por curiosidad o por protección. 

Otra vez la misma farola iluminó su rostro vuelto hacia mí con expresión seria. Tardé en contestar para poder encenderme el porro. La llama del mechero iluminó más de lo que debería por su tamaño, pero desapareció en seguida. Entonces respondí: 

La luz no siempre es lo que queremos que sea. Pasa a veces que la oscuridad o la penumbra artificial consuela más que toda la luz del universo. Yo, de pequeño, le tenía miedo a la oscuridad. Mi familia tiene un campo perdido en mitad de las montañas y a mí me gustaba salir a mear por la noche a una pequeña explanada sin adecentar que está tras la casa. Siempre llevaba una linterna por consejo de mi madre. Pero no la encendía nunca.

¿Y por qué la llevabas?

Alba se había sentado en la cama con las piernas cruzadas. Me levanté para acercarle el porro. Sonreí cuando su cara se anaranjó al fumar. 

Para lo que pudiera pasar. Me daba miedo la oscuridad. 

Eso se quita si la llevas encendida, ¿no? — dijo divertida. 

Ya. Pero lo que da miedo de la oscuridad es lo que se ve, no lo que está oculto. 

No te entiendo. 

Una noche salí a mear. No había Luna, pero yo me sabía el camino con los ojos cerrados; la distancia de cada escalón y el lugar de cada socavón y piedra. Así pues la luz no me hacía falta para nada. Antes de sacármela para desahogar oí un ruido, me asusté y apreté la linterna entre los dedos, pero sin encenderla. Recuerdo cómo me martilleaba el latido del corazón en cada vena. Dudé. Volvió a sonar el ruido, pero algo más cerca y a la derecha. Intenté apretar los ojos para ver algo, pero seguía sin ver nada. 

¿Y la linterna? 

A eso voy. Cuando lo oí por tercera vez apreté el botón e iluminé. ¿Sabes qué había?

Nada.

Un perro enorme y marrón que me miraba fijamente. 

¡Joder! — Alba se sobresaltó como si el perro hubiera aparecido y ambos estuviéramos en peligro. 

La linterna lo cegó y huyó. 

Menos mal — dijo aliviada y me pasó el porro. 

Luego me dirigí a la casa de nuevo y no dije nada a mis padres. Quería evitar disgustos que no llevan a ningún lado. Pero me quedé pensando una cosa: al perro le asustó la luz y, gracias a estar iluminado, pude ver qué peligro me acechaba. La oscuridad tiene una parte irremediable que depende de la ausencia de la vista; cuando iluminas aparece el peligro, se hace palpable, inminente. Y creo que así pasa con todo.

¿A qué te refieres? — Alba se movía para buscar una postura cómoda nueva. 

A que la luz, por sí misma, no es nada. Adquiere sentido cuando rebota sobre algo, sobre alguien, pero hasta entonces significa poco. Y que una luz radiante e intensa ciega lo mismo que la más densa oscuridad. Yo iluminé al perro y este huyó, pero yo me quedé paralizado. ¿Sabes esa metáfora que tanto se ha usado en los dibujos animados que representa una idea con una bombilla? 

Sí. 

Pues yo creo que la idea viene después de la luz, que no es la bombilla si no lo que ésta ilumina lo que tiene importancia. La bombilla posibilita que la idea o la ocurrencia, a veces la verdad, sea visible. 

¿Y qué es la bombilla entonces? — Alba se levantó y cogió dulcemente el porro de mis dedos y se lo llevó a la boca mientras se alejaba su espalda en dirección a la ventana. 

No lo sé — respondí con cierta vergüenza — podría ser cualquier cosa, una musa, un recuerdo o una alucinación. Quizás una palabra dicha por unos labios con suerte, o una persona y sus frases y gestos, quizás alguien que acierta sin querer. No sé. Pero sí sé que hay distintos tipos de luces. 

¿Y yo de qué tipo soy? — Alba preguntó sin mirarme, pero su voz llegó nítida y clara.

Tendría que pensarlo — mentí intentando esquivar algo. 

Pues piensa.

Miré la silueta que se recortaba en la ventana. Vi los reflejos de la farola fulgurando en su pelo liso suelto, la postura de sus pies, uno encima del otro y me acerqué despacio para mirar con ella por la ventana. 

Tú tienes más de luz por combustión que por electricidad — confesé. 

¿Cómo una cerilla? — preguntó. 

Sí, con el potencial de un incendio. 

Sueno peligrosa — se le escapó una sonrisa orgullosa que vi cuando me dio el porro para que lo matara. 

Le di un generosa calada al peta y dejé que su cadáver se deslizara por entre mis dedos hasta precipitarse entre cabriolas hasta el suelo. Cuando golpeó contra él saltaron algunas chispas. El silencio que nos arropaba nos protegía de la ligera brisa que patrullaba por la calle. 

¿Alguna vez se ha encendido mi cerilla dentro de ti? — Alba se giró completamente y mantuvo la postura, mirándome fijamente. Yo permanecí firme y con los ojos proyectados hacia el suelo de la calle. 

Alguna vez — contesté. 

¿Y qué he iluminado? 

Sobre todo cigarros. Así tengo los pulmones. 

Espero que los apagues bien, así es como se queman las casas — dijo. 

Las llamas se apagan quitándoles el oxígeno o vertiendo agua. 

¿He provocado algún incendio? 

La pregunta me hizo levantar la mirada y ella pudo ver cómo mis ojos se estaban empezando a emborrachar de lágrimas destiladas. 

Suelo mantenerte encendida con mucho cuidado. Mira todo el polvo que me rodea, si me despistase podrías prenderlo todo, quemando los libros y las cortinas, lamiendo las pareces y derritiendo el colchón con todas las sábanas. Suelo usar esa llama para los cigarros porque el humo opaca tanto las imágenes como los olores. Pero a la vez tengo miedo de lo que no se puede controlar: las chispas, los descuidos. 

¿Tan malo sería un incendio? 

La voz de Alba se quebró a la mitad de la pregunta y la interrogación final me llegó trémula. 

Ya te he dicho lo que pasa cuando hay demasiada luz. Aparecen los peligros. 

Tu perro huyó cuando lo iluminaste — dijo ella. 

Por eso mismo — respondí alejándome de la ventana para buscar las cosas para hacerme otro porro.