Los mediomiedos.



Las noches de entre semana, menos la de los miércoles son bastante tranquilas. Los bares, al haber vuelto el frío, cierran antes porque la gente tras cenar sólo quiere peli y manta. Los charcos que se forman en el adoquinado del casco antiguo reflejan las luces de las farolas con nitidez; nadie los pisa, pueden vivir tranquilos a la intemperie. Las lluvias dispersan las ganas de salir a tomar algo, como si el agua fuera una amenaza, un peligro o una maldición. Por suerte para mí, las calles vacías me gustan y la lluvia me calma cuando la noto golpearme la cabeza.

Algunas gotas pequeñas, casi invisibles creaban una neblina ligera cuando salí del portal. Era esa lluvia que no cae y que se atraviesa con facilidad, como si fuera una cortina y que parece que te rodea y abraza conforme avanzas. Bajé por la calle que lleva a la plaza donde había quedado con Adela. Justo en la esquina, frente a la imponente fachada de la iglesia y su magnífico rosetón multicolor se levanta una tiendecita entre marrón y roja. Habíamos quedado allí para pillar unas cervezas e irnos a dar una vuelta, pero el tiempo parecía querer boicotearnos. Adela llegó enfundada en un abrigo largo, entre verde y beige, y un pañuelo amarillo en la cabeza que intentaba contener el alborotado pelo de su dueña. Sus pasos levantaban gotas de los adoquines mal pegados, salpicándole los bajos de los pantalones y creando formas extrañas en el cuero de sus zapatos. Me saludó antes de llegar a donde me encontraba. La sonrisa que me regaló se desplegó radiante mientras escampaba.

— ¡Hola! ¿Me has esperado mucho? — preguntó cuando estuvo a mi altura. Yo contesté después del abrazo que nos dimos:

— Acabo de llegar.

— O sea, que tú también llegas tarde — dijo dándome con el envés de la mano dulcemente en el pecho.

Seguí a Adela al interior de la tienda. Ambos saludamos al chino que estaba tras el mostrador viendo una película. Nos contestó con un gruñido y nos metimos por entre los pasillos. Una característica que tiene este chino, y que por eso hemos venido, es que organiza los pasillos de las patatas y snacks por colores; otros lo hacen por marcas, otros más innovadores por sabores, pero el resultado no es el mismo.

— ¿Sabías que aquí se ha grabado un videoclip? — me comentó Adela, que se paseaba por entre las estanterías sin intención de elegir nada, sólo contemplando el arcoíris de productos.

— ¿Ah, sí? — dije yo cogiendo una bolsa de pipas peladas, que estaban en la sección de los amarillos — ¿de quién?

— De Bad Gyal. Quedó muy bien.

— ¿Cómo sabes eso? — Adela giró hacia los azules mientras yo la seguía.

— Intenté entrar cuando lo iban a grabar, pero no me dejaron. No supe ni qué era ni de quién hasta que no me lo dijo Jo Sé.

— ¿Jo Sé?

— El hijo del dueño, es muy simpático.

Terminamos el recorrido tras pasar por los verdes y los negros. Cogí un litro de la nevera y fuimos a pagar. Cuando salimos de la tienda la luna asomaba tímida de entre las nubes que surcaban frenéticas la noche. Anduvimos unos pasos en dirección a la iglesia, pero no nos dirigíamos a ningún sitio en particular; bajamos por una calle angosta siguiéndonos mutuamente, giramos a la derecha y luego a la izquierda en una bifurcación.

— ¿A dónde vamos? — preguntó Adela, rompiendo nuestro deambular.

— No sé. ¿Tienes alguna preferencia?

— Sí, la verdad — dijo y desanduvo una docena de pasos para tirar por la otra calle de la bifurcación.

La calleja por la que fuimos era estrecha y con casa bajas a ambos lados, describía una ligera curva que iba dejando aparecer, conforme avanzábamos, la arquitectura recortada sobre el cielo de una pequeña iglesia recién restaurada. Llegamos a la placita que la acogía y vimos un banco entre dos árboles muy bien podados, con las copas redonditas y todas las ramas y todas las hojas de éstas perfectamente perfiladas. Adela se sentó y abrió la cerveza, yo me quedé unos segundos de pie frente a ella mientras me liaba un cigarro. La noche ya no parecía amenazarnos con la lluvia, pero empezó a levantarse una brisa fría y afilada que se colaba entre las costuras de nuestros abrigos.

Miré al cielo para dejar escapar el humo de la primera calada y sostuve la mirada todo el tiempo que tardó el humo en desvanecerse bailando. Adela se abrazaba las piernas mientras mantenía la cabeza apoyada en el hueco que quedaba entre las rodillas, encajando perfectamente en él su barbilla. Cogí el litro para beber cuando abrió la boca para hablar:

— ¿Puedo confesarte una cosa? — dijo con voz trémula.

— Claro — dije y le acerqué el litro.

— Voy a ver si acierto con las palabras. A veces me da la sensación de que tengo que arrancarlas de donde crecen porque no quieren salir. Pero sé que si quito la costra que las constriñe y que no es más que la saliva seca de otras hemorragias pretéritas saldrán a borbotones y dudo mucho poder controlarlas.

— No te preocupes, te escucho — dije mientras me acomodaba a su lado un poco de perfil, para poder mirarla a la cara.

— Desde hace algún tiempo he notado que hay algunas imaginaciones que se me aceleran sin razón aparente y contagian a mi ritmo cardíaco de su celeridad, provocándome silenciosas taquicardias que solamente noto en los oídos. Pero que opacan el resto de sonidos. Me entran miedos irracionales antes de hacer cualquier cosa, antes de ver a nadie. Pienso en lo que soy y me atraganto; toso todas esas flemas y me duelen por igual el pecho y la cabeza. Una congestión espesa recorre mi personalidad y me paraliza, me contiene, me reprime.

— Vaya — dije para demostrar que estaba atento y escuchando.

— Pero también me pasa otra cosa. Cuando he superado ese miedo, esa inseguridad primera que siempre aparece antes de las cosas, cuando ya la cosa se ha hecho, me vuelve. Por ejemplo, he quedado con ese chico del que ya te he hablado alguna vez. Justo cuando hemos acordado hora y lugar por whatsapp, me asalta un comando de dudas muy bien pertrechado, con sus cascos y escudos que los protegen. Si he conseguido huir de ellos y quedo con él y la cosa ha ido bien, cuando me despido y vuelvo a casa me encuentro rodeada de dudas que se aplican con lupa a observar cada palabra que he dicho, escrutan mis gestos y los de él, sus reacciones y omisiones para hacerme dudar de si he hecho las cosas bien. ¿Estás segura de que lo has hecho todo bien? Igual no deberías haber dicho eso, o no haberlo callado.
Un silencio salió de la boca de Adela y se apoderó de toda la calle, ahogando los maullidos de un gato con hambre que rogaba desde una ventana. Adela bebió un trago y yo otro. La dejé recuperarse, le di tiempo para que ordenara de nuevo las palabras y no se le desbordaran. Tras unos minutos, siguió:

— Yo los llamo los mediomiedos. Pues no son temores enteros, bien formados y aterradores, su sombra no se extiende demasiado ni sus palabras son mortales. Y como aparecen antes y después me parecen dos mitades. En el centro de ese bocadillo no ocurre nada, ahí no oigo nada, nada me amenaza y todas las risas que de mí emanan son sinceras. Pero eso poco importa, pues todo parece precipitarse en tromba y las buenas noticias aparentes golpean con la misma fuerza que las verdades a medias, que las mentiras y las inseguridades. Una vez que los miedos se dividen, se multiplican. Y de uno de ellos, de un mediomiedo, surgen cientos de crías, de decimales; y así me encuentro, en la víspera de volverlo a ver, con que todo lo bueno que siento se vuelve en mi contra y me dice que sólo he tenido suerte. Y he aquí otra emboscada de mediomiedos agazapados, al acecho, que me rodean sigilosos y me hacen pensar que solamente soy un saco de huesos arrojado a las circunstancias y sus vaivenes. Si lo que hago bien es suerte, me aterra pensar que en algún momento se puede terminar, y entonces… ¿qué seré yo sin ella? Y ese miedo se yuxtapone al siguiente y al de antes, pero no se fusionan, los sigo sintiendo por separado aunque entre ellos no haya espacio.

— Vaya — volví a decir porque no sabía qué más podía hacer. La postura de Adela no había variado ni un ápice. Yo la miraba, pero sus ojos no se desviaban del suelo, y aunque su voz me llegaba clara y nítida sabía que me estaba hablando desde distancia siderales.

Desde el tiempo que la conozco y trato, Adela siempre me había parecido una chica segura de sí misma, fuerte e inteligente. Despertaba en mí una admiración sincera. Y lejos de hacerse añicos por lo que me estaba contando, se redobló. Quise mostrarle mi apoyo, transmitirle algo de cariño con una caricia, pero parecía haberse enrocado en su postura y la mano me tembló y no me acerqué. Un coche de policía pasó junto a nosotros con las luces puestas, y como si fuera una señal divina, saqué las cosas de la riñonera para hacerme un porro. Al destapar el bote en el que la guardo una explosión de olor estalló en nuestras narices. Adela levantó la cabeza y sonrió amargamente mientras en sus ojos se formaban charcos que refulgían por obra y gracia de las farolas, como hacían con los adoquines.

— Sólo digo tonterías. Perdóname… — dijo acomodándose en el banco en una postura diferente.

— No te preocupes — dije mientras la maría, que no estaba del todo seca, se me metía en el hueco que deja la uña con la carne.

— Otro mediomiedo que me asalta y me sitia, matándome de inanición entre mis murallas es uno que tiene que ver con el tiempo en el que las cosas pasan, el tiempo en el que la gente llega, el tiempo que deja tras de sí la gente que se va. ¿Crees que dos personas pueden coincidir y que ambas lleguen tarde? O demasiado pronto, no sé. El caso es que estos mediomiedos no son por separado más que dudas interesantes, pero todos juntos tejen una red de pequeños cristales que, cuando se esparcen por el suelo, pinchan. Y tengo que moverme despacio y de puntillas, descalza, por un sendero de gotas de sangre y cristales sucios que yo misma voy esparciendo. Y cada uno de esos cristales refleja rostros y futuros diferentes, como espejos de mis anhelos y faltas. Los primeros que se estallan son donde las cosas salen bien, siempre.

— ¿Tienes miedo de que las cosas te salgan bien?

— Tengo miedo de muchas cosas; parece que si todo sale mal al menos tienes una excusa que te ampara y hasta te arropa. Tengo miedo de gustarle a Javier porque no sé qué puedo tener que le guste; y como no lo sé, no sé si lo puedo mantener, si se puede perder, si es un espejismo o una mentira. Y al revés. Tengo miedo de que me guste, casi por las mismas razones. Todo esto es un lío y una estupidez… gracias por dejarme soltarlo.

Adela me sonrió cálidamente mientras se limpiaba las lágrimas sin que se le corriera el rimmel. Esta vez sí le pasé el brazo por los hombros y la atraje hacia mí. Tendí la mano con el porro aún sin estrenar y ella lo cogió y se lo encendió en silencio.