Las ayudas.



 




Fernando es un amigo arquitecto al que tengo la suerte de conocer. Es un hombre aquejado de múltiples desgracias, una de esas personas que no saben caminar ya sin el espíritu encorvado. Y eso que él mantiene siempre la cabeza alta, en un ejercicio admirable que simboliza, para mí, una declaración de intenciones y que no se explica si uno no conoce el gran corazón de mi amigo. Tras varios meses desaparecido y tras casi más de dos años con ojeras crónicas y el semblante más serio que el de su juventud, Fernando me llamó. Yo le contesté tras ver que me había llamado y concertamos un encuentro en nuestra bar favorito, donde ponen el mejor café de toda la ciudad.

Él estaba ya inclinado sobre el café, dejando caer los copos de azúcar dentro del líquido cuando yo aparecí.

— ¿Qué pasa, hombre? — dije abriendo los brazos para recibir el cuerpo de mi amigo.

Él se levantó de un salto y el resorte que activó sus piernas para levantarse arrastró un invisible hilo que tiró de las comisuras de los labios hasta desplegar una amplísima sonrisa.

— ¿Qué pasa, hombre? — me contestó ya muy cerca del oído, rodeado ya por mis brazos.

Nos separamos y el camarero apareció como si hubiera estado esperando entre escondido y agazapado a que termináramos de saludarnos.

— Un café con leche — dije, y se fue.

Fernando me esperó y cuando yo hube terminado de darle vueltas con la cuchara bebimos al unísono. Era muy agradable estar allí sentado, disfrutando tanto del café como de la atmósfera; la atmósfera que genera el silencio entre los amigos, que no tiene amago alguno de romperse, que solamente se va deshilachando suavemente hasta fundirse con la conversación que brote. Fue Fernando el primero que, con las hebras de ese silencio, tejió un tema que, según dijo, necesitaba soltar, quitarse. Y empezó a desnudarse de ese traje:

— Las cosas no están bien. Ya sabes cómo han sido estos años. Los vaivenes no han parado, no ha habido un momento lo suficiente duradero como para que nuestros sesos hayan podido dejar de girar. Estamos bastante mareados ya de este viaje. A parte de lo mío, que ya va cogiendo tintes de irremediable, he tenido que lidiar con lo que le pasa a Rebeca, que ya sabes cómo es y cómo se toma las cosas…

— Lo sé — dije serio, intentando que mi amigo entendiera que le prestaba atención plena.

— … pero llega un punto en el que te das cuenta de algunas cosas, cosas quizás sin sentido, injusticias y despistes que si no fuera por culpa de la violenta deriva que nos sacude podrían solucionarse; pero que por culpa de los vaivenes emocionales que azotan mi cabeza como si fuera un navío hacen que me duelan las piernas de tan tensas que tengo que tenerlas. Pues intento no resbalarme, pero la cubierta está tan mojada que todos los esfuerzos que les pido a mis músculos parecen inertes, y tengo que sobre esforzarme para mantenerme firme. Y a veces me tiemblan las piernas, pero no deben ceder. Cuando le diagnosticaron la depresión ella pareció no tomárselo en serio, hasta se reía. ¡Se reía!... Qué verbo tan extraño, me suena casi anacrónico…

— ¿Tan mal están las cosas? — pregunté preocupado.

— Ya ves — dijo Fernando secamente.

— ¿Puedo ayudarte?

Conforme pronuncié esa pregunta Fernando parpadeó muy de seguido dos veces. Me miró y sonrió muy, muy amargamente. La pregunta se había hecho demasiado ácida para la boca de mi amigo, que la masticó lentamente, apretando mucho las mandíbulas intentando desmigajarla del todo. Y terminó por escupirla.

— Esa es la cosa: ayudar. ¿Cómo se ayuda a alguien, tío? ¿Tú sabes hacerlo? Sí, sí, lo sé, hay muchas formas y cada persona es de una manera, y cada uno a su forma y en su contexto; se puede ayudar estando, o yéndote, o llegando tarde, o no hablando, callando, riendo, esperando. Incluso hay ocasiones en que el enfado soluciona cosas en apariencia contradictorias. Pero eso es como no decir nada. Yo he probado casi todas las posibilidades que se me han ocurrido y te digo que sigo sin saber cómo se hace. Cuando a Rebeca le entraban esas rabietas descontroladas contra el mundo yo opté al principio por ponerme de su lado; tenía razón en bastantes cosas y me sumé a su enfado para apoyarla y que no se sintiera sola; y porque también lo compartía en cierta medida. ¿Pero qué pasaba cuando se enfadaba conmigo?... Pues que no tenía a nadie, o quienes estaban sólo toleraban algunos minutos de desgracias o problemas, de seguro insuficientes para ella. Y claro, eso derivó hacia no querer enfadarse nunca conmigo…

— Eso es muy peligroso… — dije después de un sorbo de café.

— ¡Anda que si lo es! Entonces yo dije, no puede ser. Porque además, a la impotencia de esa gestión emocional se le sumó la ansiedad. Y terminaba enfadándose con ella misma. Siempre, a todas horas. Y ahí tú no te puedes sumar, ese enfado no puede compartirse.

— Claro que no.

— Así que dije otra vez: habrá que intentar calmarla, hacer que vea el mundo sin teñirlo, intentar que fuera un pelín más objetiva, limpiar la lente en busca de la nitidez. Quitarle hierro al asunto a través del diálogo y la paciencia. Calmarme cuando ella despotricaba roja de ira y salpicando de saliva y lágrimas todos los cojines. Intenté sobreponerme a todo eso y, en lugar de abordar el tema desde un punto de vista emocional, viré y lo afronté desde la razón, aliándome con mi sentido del humor. Y pareció funcionar bastante bien durante un tiempo.

— ¿Y cómo lo hiciste? — pregunté con cierto reparo, pues estaba algo incómodo. Fernando hablaba con mucha vehemencia, echándose hacia delante cada vez más y no sabía si debía, o si iba a tolerar que lo interrumpiera.

— Pues sacando positivismo y memoria. Cuando ella se sentía peor que todo le recordaba alguna anécdota o algún logro, por ínfimo que fuera, para que se animara. La hacía reír, me reía de mí, me inventaba excusas absurdas para sacarla de casa y que volviera a coger la cámara. Y parecía que así se le pasaba. Sus alegrías las celebrábamos por todo lo alto, los pequeños triunfos diarios se los recordaba y apaciguaba con cariño y ternura sus caídas, dejándola reposar sobre mi pecho como si fuera la colchoneta que se pone debajo para amortiguar el golpe. Pero no siempre era posible. O yo no era capaz de acertar siempre o había días en los que me era más difícil sonreír; la saliva me sabía más líquida, como la que advierte de la cercanía del vómito. Y seguro que mi mueca, con la sonrisa puesta pero amarga, no la terminaba de ayudar. Pero claro, actuando así me fui olvidando de mis pequeños logros, dejé de alegrarme por las cosas que solamente me ocurrían a mí; y por ende, dejé de compartirlas, lo que equivale a dejar de vivirlas…

Fernando hizo una pausa tan larga que se nos enfriaron los cafés. La mirada de mi amigo parecía posarse en su taza pero en realidad estaba masticando recuerdos amargos y puede que hasta con hueso. Lo dejé tranquilo para que rumiara lo que tuviera que rumiar y empecé a liarme, muy lentamente, dos cigarrillos.

— Y luego dejó de escucharme — Fernando volvió a hablar sin levantar la vista. Su voz era más grave que al principio, síntoma de hablar desde las entrañas de la memoria, donde se estriñen tanto la suerte como las vicisitudes — al principio pensé: es injusto que haga caso a otros que le dicen lo mismo que yo, pero después entreví una solución. Un extraño, un amigo que viene a ayudar y al que hará más caso simplemente por no ser yo. Mientras sirviera, a mí no me importaba. Porque muchas veces creemos que los más cercanos, los que más nos quieren, nos dicen lo que nos dicen porque tienen que hacerlo, y no les damos valor real a esas palabras, que parecen venir más de la conmiseración que del amor. Y así seguí desapareciendo. Dejó de escucharme a todas horas, dando igual lo que dijera o si coincidía con lo que le recetaba la psicóloga.

— ¿Y eso la ayudaba de alguna forma? — pregunté enseñando los cigarros para ir a la terracita a fumar.

Fernando se levantó pesadamente, moviendo los músculos uno a uno. Y al percatarse de que me di cuenta de sus ojos vidriosos, sonrío amargamente intentando espantar el llanto silencioso que se aglutinaba en sus párpados. Mezclándosele la vergüenza y la culpa en la nariz, no quedándole más remedio que sorbérselas. Ya en la terracita, prosiguió:

— No sé si eso la ayudó, la verdad. Yo ya no sé nada de tantas vueltas que he dado al tema. No sé si con mi afán de ayudar lo que conseguí fue empeorar las cosas.

— ¿Cómo puede ser eso? — pregunté.

— Porque es muy difícil ayudar. Pasa que ayudando entorpeces algunos procesos, aparecen soluciones que apartan a otras, quizás más beneficiosas; parece que ayudar es siempre evitar el dolor, el sufrimiento o allanar el camino. Y ahora pienso que la culpa, en cierta medida, es mía. Igual debería haberlo hecho todo de otra manera, desde otro ángulo, abordarlo o con más ingenio o con menos amor. No sé.

— ¿Y ella cómo está ahora?

— Supongo que bien, no sé. Ya no estamos juntos. Se fue con otro. Porque lo nuevo, sólo con aparecer, tinta el futuro de nuevos colores, de otras luces que solamente por sí mismas despejan cierto tipo de brumas peligrosas y te aleja de las rocas con las que uno siempre teme estrellarse secretamente.

— ¿Y tú cómo estás? — temí preguntar eso, pues es una pregunta difícil, con una respuesta complicada de articular. Se necesitan todos los músculos en su sitio para pronunciarla debidamente. Pero pregunté porque me preocupaba mi amigo.

— Vacío. A veces pienso que ojalá ella no cambie y que termine por consumir a ese nuevo muchacho. Pero eso lo pienso para dejar de creer que la culpa es mía; porque si ella es así yo no podía hacer más de lo que hice. Y otras veces intento alegrarme de que haya salido de todo lo que yo le haya podido hacer sin darme cuenta. Pero sobre todo estoy vacío, he olvidado cómo gestionar mis buenas noticias, la suerte que siempre me ha guiado se me antoja retorcida; la gente que conozco rara vez pasan de ser extraños. De tanto esforzarme por ella tengo agujetas emocionales, dolores crónicos en la autoestima y algunas llagas en el ánimo. No puedo sonreír sin que se me llena la boca de pus. Y no puedo evitar pensar en si, cuando sea que aparezca otra que me guste, si yo le volveré a hacer lo mismo. Ojalá pudiera ayudar como lo hacen los perros, apoyándome con la cabeza en el regazo del que sufre, con esa mirada limpia, llena solamente de intenciones y amor…

Fernando estiró la última palabra hasta que se fue volando hacia la calle, donde se perdió. Y yo, no sé muy bien porqué, me levanté y fui a poner mi cabeza en su regazo como el perro que él quería ser y, entre sorprendido y agradecido, Fernando sonrió sin atisbo de amargura por primera vez esa tarde; y seguramente que en años.

— Eres un gilipollas — me espetó con ternura.

Yo sonreí y saqué la lengua jadeando un poquito.

— Venga, creo que ya es la hora de la cerveza. ¿No te parece?

Volví a mi forma humana no sin antes lamerle la cara por tan acertada apreciación. Llamamos al camarero, que siempre parecía estar más cerca de lo que el decoro permite, y le pedimos dos cervezas bien frías que de seguro nos ayudarían a encontrar temas más divertidos con los que distraernos.