Si viene a tu casa buscando libros, no te la tires.
Conocí a una muchacha de largo pelo negro y liso, con
lunares en la cara y cuerpo estilizado que me miraba en la discoteca. Yo, que
nunca he sido de acercarme a nadie, me acerqué a ésta movido por vete tú a
saber qué deseo carnal. Empezamos a hablar y ella se reía de mis chistes malos,
agachaba la mirada cuando le sonreía y me propuso hasta bailar. Mis manos
agarraban su cintura como cuando me tocó transportar el antiguo jarrón chino de
mi madre. La sujetaba con cuidado de que no se rompiera y con la calidez y
ternura que provocan las obras de arte en los espectadores expertos. Ella era
una delicia, no voy a mentir, ni voy a intentar rebajar su belleza
describiéndola, pues el lenguaje todo lo constriñe y adultera hasta no dejar
nada de realidad ni de sensación. Me gustaba y me ponía, la noche parecía
confabular a mi favor cuando me dijo que diéramos una vuelta. Le pregunté que a
dónde íbamos y me respondió que a mi casa. Exitazo, pensé. Exitazo del bueno,
de esos que no te crees.
Abrí la puerta de mi casa con el corazón palpitando la
posibilidad de sexo, cosa que creía yo que era bastante probable por el simple
hecho de que ella había entrado después de mí en mi casa. Pensé que todo estaba
rodado y que sólo había que dejarse llevar. Pero entonces ocurrió lo que
ocurrió. Le ofrecí una copa y me la aceptó. Pero cuando fui a llevársela al
salón ella no estaba allí. Estaba recorriendo toda mi casa con aire curioso y
cara extrañada.
— ¿Qué haces? — le
pregunté acercándole la copa.
— Estoy mirando a ver si tienes libros. — me contestó sin
mirarme y cogiendo la copa.
— ¿Y para qué? — volví a preguntar, extrañado.
— Porque si no tienes libros no vamos a follar — dijo
tajante, y salió de la salita llena de cajas para avanzar por el pasillo para
volver al salón.
— ¿Y qué más da si tengo o no libros?
— ¿Cómo que qué más da? Si no tienes libros no follamos.
¿Qué soy yo entonces, un cuerpo bonito, un objeto sexual para tu uso y
disfrute? No, perdona, yo tengo sentimientos y pensamientos, y si tú no tienes
libros, me da que sólo me quieres por mi cuerpo. Y eso, además de machista, es
superficial.
— Pero el sexo es puramente carnal — respondí intentando
recomponerme de lo que acababa de oír.
— Pero no todo es sexo — volvió a usar el tono cortante.
— Ah vale, creo que ya me entero del asunto. Nos conocemos
en una discoteca, me gustas y te gusto, porque te he gustado, porque si no, no
sé a santo de qué has venido a mi casa. Ambos queríamos el cuerpo del otro y
parecía que habíamos cerrado bien el acuerdo. Pero ahora me vienes buscando
libros en mi casa con la soltura con la que entra mi madre a buscar cosas
desordenadas y rincones sin barrer. Y me sueltas esa frase que revolotea por
las redes sociales como si fuera una verdad absoluta: si no tiene libros en
casa, no te lo folles.
—Exacto. No quiero ser un objeto para nadie.
— ¡Soberana estupidez! ¿Qué tendrán que ver los libros para
el sexo? Si me dijeras que estás buscando el Kamasutra para, al menos, tener un
mínimo de calidad, te digo que te compro el razonamiento, la felicidad lo primero.
Pero que me acuses de superficial y de convertirte en un objeto por querer
tener sexo contigo... eso sí que no. Y te digo por qué. Porque que a ti se te
quiten las ganas de follar conmigo, que las tenías, porque no hayas visto
libros en mi casa me parece bastante más superficial que lo que tú me puedas
recriminar a mí.
— Pues no es así.
— Sí, sí es así. Y te voy a decir por qué. — La cogí de la
mano y la llevé de nuevo a la salita llena de cajas — mira — le dije mientras
abría una de las cajas que estaban tiradas por el suelo — me he mudado hace poco
y aún no he terminado de desempaquetar.
Abrí la caja y ella se asomó para comprobar que estaba llena
de libros. Le dije que con la mayoría de las demás pasaba lo mismo, que aún no
me había puesto a ordenarlos por pereza. Entonces su cara cambió y empezó a
sonreírme y a hacer tentativas de tocarme el brazo.
—Perdona, me he precipitado, ya sabía yo que tú tenías que
tener libros... — puso su voz más melosa, complementando su cara de niña buena
que, seguramente, usaba desde niña para librarse de las riñas.
— Sí, tía, te has precipitado. Pero gracias ¿eh?
— ¿Por qué?
— Porque me has ayudado a acuñar una nueva frase: si viene a
tu casa buscando libros, no te la tires. Es la misma superficialidad que
tú me juzgues por mis libros como que yo te juzgue por tus tetas y por tu culo, que
por cierto tienen un ocho y un nueve. Porque vamos a follar y punto, atracción
física. La superficialidad es pensar que algo que yo tengo me define. Tú no
eres tu cuerpo, ni yo soy mis libros. Así que termínate la copa y te vas.
Su cara se desencajó y vi en sus ojos rabia e impotencia. Me
hizo caso y se terminó la copa. Antes de irse le dije que le iba a dar una
regalo por las molestias. Rebusqué en una de las cajas y le di un libro. Le
dije que era para que no pasara al contrario, porque no sabía si ella tenía
libros en casa y no quería que un tío la quedara con el calentón por no haber
visto una mísera solapa. El autor del libro era Juan Carlos Onetti, y el
título Los Adioses, porque a buen
entendedor, pocas palabras bastan.
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