La culpa.





Todo aquel que me conoce desde hace un tiempo sabe que soy una persona tranquila y pacífica, que huye de la bronca y que donde mejor me encuentro es en la penumbra de mi habitación y de mis actos. No suelo ser de los que hacen grandes ademanes en las cosas sencillas para adornarme. Pero siempre hay una vez que, un momento donde y una situación cual que te obliga a tensar los músculos, apretar la mandíbula y poner todo tu cuerpo al servicio de la violencia.

Esto ocurrió no hace demasiado y aún se mantiene claro en mi memoria, sin deformaciones poéticas; los hechos se suceden en mi imaginación como si los volviera a vivir. Había salido yo con un amigo a tomar unas cervezas por donde siempre, con el ánimo un poco decaído, como el tiempo que nos sobrevolaba, pero con intenciones firmes de recuperarme a la tercera birra. Mi amigo sabía de mi nublado temperamento y actúo como debe actuarse ante un colega herido: distrayéndolo lo justo y necesario para que pudiera desahogarme tranquilo, sin presión y hasta con pequeñas dosis de humor. Cuando nos dispusimos a abordar la tercera cerveza se nos hizo tarde y el camarero, muy amable él, nos pidió por favor si podíamos dejar la terraza para pasar dentro, que el permiso terminaba a la una de la mañana. Nos aconsejó que, si queríamos seguir fumando, podíamos ponernos sobre un barril enorme que servía de mesa, que él nos sacaba dos banquetas altas, que esas no entran dentro del permiso de terraza. Dijimos que sí y nos cambiamos de sitio.

El bar está en una calle estrecha, apenas separadas ambas paredes por dos o dos metros y medio. Todo el mundo que pasa por ahí es emisor y receptor de miradas. Sale casi por instinto el mirar al que pasa tan cerca de uno, no hay intención escrutadora ni ningún tipo de juicio a priori que justifique tal mirar; solamente se mira, sin porqués ni curiosidad sibilina.

Recuerdo tener la cerveza en la mano cuando se acercaron dos sombras que me hablaron incluso antes de que pudiera levantar la cabeza para reconocerlas.

— ¡Qué pasa! — me dijo una de las sombras con voz grave y un tono entre irónico y bruto.

Levanté la mirada y me encontré frente a frente con un hombre gordo y calvo con las gafas ligeramente torcidas y estúpida sonrisa. A su lado iba una muchacha bajita y de ojos enormes. Yo saludé sin saber quién era y mi amigo también. El hombre se quedó mudo unos segundos antes de decir lo que quería decir:

— ¿No te acuerdas de nosotros, verdad? — tenía razón, no me acordaba. El tono que puso en las palabras me hizo hacer un esfuerzo por recordar. Pasaron ante mis ojos cientos de momentos pasados, instantes y rostros que se movían muy rápido y difuminados. Durante unos segundos me esforcé verdaderamente, analicé los rasgos del hombre y la muchacha, hasta en un momento dado casi estuve a puntito de inventarme un recuerdo en el que colocarlos. Pero todo fue inútil, lancé una mirada a mi amigo, el cual tampoco daba crédito a lo que pasaba.

— Qué va, creo que no os he visto en mi vida — terminé por decir.

— Ya veo, ya veo, ¿te crees que somos estúpidos? — el hombre hablaba en plural, pero sólo hablaba él, la muchacha estaba como escondida detrás de su ancha espalda y de sus fofos brazos blanquecinos, sin emitir sonido alguno.

— No lo sé, no os conozco. Igual sí que lo sois, porque seguís insistiendo. — me puse un poco borde porque me estaba empezando a incomodar toda esa escena.



El hombre se llevó una mano a las gafas, se las sacó y limpió con la camisa, dejando ver parte de la curvatura de su barriga, la cual parecía no tener horizonte conocido. Cuando se las volvió a poner echó un brazo hacia atrás que rodeó a la muchacha por los hombros y la trajo hacia delante, para que la viéramos mejor.

— ¿Y ella no te suena? — dijo mientras arrastraba a la pobre criatura, que tenía cara de estar bastante más incómoda que yo. La miré de arriba abajo y negué con la cabeza.

— Se llama Nuria, y ella a ti sí que te conoce — dijo el verraco con su voz insoportable y un tono de sabiondo que rezumaba de entre las sílabas.

— ¿De qué me conoces? — pregunté a la muchacha, que no me miraba a los ojos.

— Igual no es él… no sé Isaac, creo que igual no lo vi tan bien como creía. Es que no sé si se parece — dijo Nuria al oído de la mole, el cual puso cara seria y escuchó, pero no quiso creerla y siguió insistiendo:

— Hace cosa de un par de meses, por la noche, tú y un par de amigos no dejasteis de acosar a mi hermana y su amiga hasta la puerta de casa. ¿No recuerdas que bajé y echasteis todos a correr como ratas, lanzando insultos de espaldas como cobardes?

— Mira tío, lo primero: yo nunca he acosado a ninguna muchacha o la he seguido hasta su portal, no soy así — mi amigo asintió, corroborando lo que decía — y segundo: no me creo que seáis hermanos… aunque podríais ser trillizos.

Dije sin disimular la mirada que intentaba abarcar toda la anchitud de ese hombre. Un brillo de ira se iluminó en sus pupilas, los labios se le contrajeron en una mueca cómica, y un ligero temblor que le comenzó en la pierna recorrió todo su cuerpo, bailándole un poco las gafas. La muchacha le agarró dulcemente del brazo y, mirándonos a mi amigo y a mí por primera vez, dijo:

— Déjalo Isaac, creo que no son, ya te digo que tampoco se acercaron mucho, y que a través del cristal del portal no se veía una mierda. Déjalos, seguramente me he equivocado — Nuria intentaba sin éxito calmar a su hermano, el cual se iba poniendo cada vez más rojo y ya se le empezaban a notar algunas venillas en las sienes.

En ese momento fui a coger el vaso de cerveza que me esperaba pacientemente en la mesa, pero la mano blanda y gorda de Isaac se me adelantó. Agarró el vaso y se lo llevó a los labios para beber. Yo me levanté de un salto con las mandíbulas apretadas y los músculos tensos. Me planté delante de él y descubrí que era un poco más bajo que yo, pero que perfectamente me triplicaba en peso. El tipo bebió tranquilo y no soltó el vaso. Yo no le dije nada, solamente le clavé la mirada con toda la fuerza que podía, afilándola tanto como fui capaz, directa a sus ojos. Nuria se puso en medio e intentó que la cosa no fuera a mayores, pero su hermano, con el sólo peso de su brazo y sin ningún esfuerzo aparente, la aparto como se espantan las moscas en verano. La muchacha retrocedió y gritó:

— ¡Vámonos Isaac, joder! Vámonos.

Isaac cogió aire. Nuria volvió a ponerse en medio.

— ¿En serio? ¿qué es lo que vas a hacer, eh? Déjate de tonterías, no vayas a montar un numerito. No creo que sean ellos, de verdad. Lo siento mucho — Nuria se giró para hablarnos — me he confundido, perdonad.

Mi amigo dijo algo que no entendí y también se levantó, pero no hizo ademán alguno de querer separarnos. Parecía que de un momento a otro sobrevendría la catástrofe. Sobre nosotros flotaba una incomodidad belicosa tan espesa como la grasa de ese hombre. Dentro de poco no podríamos ni respirar por la tensión. Isaac seguía sin moverse y parecía pensar. Nuria se volvió a meter en medio y volvió a ser expulsada. Yo iba a hablar cuando, de improviso, el brazo que sostenía mi cerveza empezó a moverse en dirección a mi cabeza con intención de golpearme. Pude esquivarlo en el último segundo, agachándome como pude. Un instante después de que el brazo, armado con el vaso, pasara por encima de mi cabeza se oyó el ruido de cristales rompiéndose. Luego un alarido estremecedor hizo que algunos transeúntes se acercaran a ver lo que había pasado. Nuria estaba encogida, con las manos agarrándose la cabeza y chillando de dolor. Isaac había vuelto a ponerse blanco, más que antes, y en su mano ya no estaba el vaso. Un reguero de sangre caía por los cabellos de Nuria y goteaba en el suelo profusamente. Yo miré a mi amigo, que estaba perplejo por haberlo visto todo. Isaac se acercó a Nuria con buenas intenciones, visiblemente preocupado, pero su hermana lo expulsó como él había hecho con ella. Se irguió para insultarlo y pudimos ver cómo tenía algunos cristales clavados en la sien y en la mejilla derechas. La sangre fluía por su cara formando deltas.

— ¡Mira lo que has conseguido, imbécil! — Nuria gritaba con rabia e ira a la cara de su hermano.

— La culpa no es mía, es de él — dijo señalándome.

— ¿Cómo dices? — dije.

El hombre giró sobre sí mismo para mirarme a la cara. Debido a la inercia provocada por ese giro la barriga tardó un poco en colocarse en su sitio. Cuando lo vi de frente volvía a tener tonos rojizos en las mejillas y las orejas.

— ¡Tú tienes la culpa! ¡Mira lo que le has hecho a mi hermana! ¡Te juro que te reviento!

Esquivé un guantazo que ese imbécil había lanzado contra mí.

— ¿Pero tú eres tonto o qué te pasa? — le dije alejándome unos pasos, no sabía si podía seguir esquivando golpes toda la noche, prefería no exponerme tanto.

— Si no te hubieras agachado no le habría dado a ella — dijo.

Nuria seguía chillando y alguno de los que se habían acercado estaban atendiéndola. Uno había llamado incluso al ciento doce mientras otros lo grababan con sus móviles.

— ¡Tú eres imbécil! ¿Le partes un vaso en la cara a tu hermana y la culpa es mía?

— Iba para ti. Si no te hubieras movido esto no habría pasado.

En un acto reflejo, totalmente irreflexivo y visceral, mi mano acertó con sonora puntería en la cara de ese orondo imbécil. Se le cayeron las gafas por el impacto y tuvo que agacharse a recogerlas. Vi mis dedos marcados en su cara como si de un fósil se tratara. Una solitaria lágrima brotó del ojo derecho, que sin duda también había sido alcanzado en el ataque. Temí que me respondiera, así que me alejé un par de pasos más. Nuria gritó desesperada:

— ¿¡No has tenido ya suficiente?! Al final te parte la cara a ti también, por gilipollas.

Las palabras de su hermana cambiaron algo el gesto de Isaac, pero seguía muy enfadado y echándome las culpas. Mi amigo intentó decir algo, pero el gordo lo señaló con violencia y el dedo índice estirado, y dejó la frase a medias.

— Vas a pagar por todo esto, que lo sepas — dijo el gordo, obcecado y dolorido.

— La hostia te la has ganado a pulso, capullo.

— ¿Mi hermana también se ha ganado que le partas la cabeza?

— ¡Y dale! Que yo no he hecho nada — dije cabreadísimo ante la estupidez de la mole — pero si quieres te doy otra hostia, a ver si así te enteras de una vez — y empecé a acercarme de forma amenazante.

En ese momento detrás de mí alguien dijo:

— ¿Se puede saber qué pasa aquí? — un agente de policía llegaba junto con dos enfermeros. Los sanitarios fueron directamente a atender a Nuria, la cual intentaba quitarse un trozo de cristal que estaba peligrosamente cerca del ojo.

— Mire, agente, lo que este malnacido le ha hecho a mi hermana — dijo Isaac lastimosamente.

El agente me miró y con un gesto me indicó que me apartara de Isaac. Volvió a preguntar qué es lo que había pasado e Isaac volvió a decir lo mismo, pero más aceleradamente.

— Muy bien señor, ya le he oído, dos veces. Ahora quiero que hablen ellos — dijo girándose para mirarnos de frente.

— Ese tipo ha venido hace un rato acusándonos de cosas que nunca hemos hecho, y en un momento dado ha agarrado mi cerveza y ha intentado estampármela en la cabeza. Pero yo me he agachado y quien la ha recibido ha sido su hermana; he ahí las consecuencias — dije señalando a la pobre muchacha que no dejaba de quejarse.

— Bien, bien, ya veo — dijo el agente, haciéndose el misterioso.

Isaac le dijo entonces que luego le había pegado a él, y enseñó la marca de la mano en la mejilla. El agente asintió, gruñó y se llevó las manos al cinturón para sacar las esposas. Yo cometí la imprudencia de esbozar media sonrisa, confiado en que por fin le darían a esa mole su merecido; pero antes de que me diera cuenta el agente me estaba pidiendo que me pusiera contra la pared con las manos en la espalda. Entonces fue Isaac el que sonrió, pero sin disimulo alguno.

— Queda usted detenido, haga el favor de no hacérmelo más complicado. Le llevaremos a comisaría y pasará la noche en el calabozo.

Oí lo que el agente me decía pero no terminaban de entenderlo. Se puso tras de mí y me agarró con firmeza las muñecas, noté el frío metal rodándome las manos y una lagrimilla de impotencia asomó por mi ojo izquierdo; Isaac la vio y se rio con una carcajada atroz llena de pus.

— ¿Y se puede saber por qué me detiene? — pregunté girando el cuello todo lo que podía para ver al agente.

— Por agresión con arma blanca.

— ¡Pero si el que le ha dado es él! — dije señalando con la nariz.

— Pero usted se ha quitado. Si no lo hubiera hecho me lo llevaría a él.

— Vamos, que tendría que haberme dejado reventar el vaso en la cabeza, ¿eso es lo que me quiere decir?

— Exactamente, veo que lo ha pillado, ahora vamos, no me sea niño chico.

— No entiendo nada — dije dándome por vencido.

— Su acción es la última en la escala de sucesos, la que ha posibilitado en última estancia que esa chica se encuentre así. ¿Sabe lo que es la defensa a terceros? Que si alguien está en peligro inminente lo puede defender y la justicia actúa como si fuera en defensa propia. Pues esto es lo mismo, pero al revés.

Perdí de vista la calle y a mi amigo, el cual no supo qué decir y tampoco se atrevió a averiguarlo, no fuera que lo llevaran por cómplice. Isaac estaba más ancho que antes y la sonrisa estúpida que se dibujaba en su rostro me ardía en los ojos. Dijo algo antes de que me metieran en el coche patrulla, pero yo sólo oí el gruñido de un cerdo.