La pena.












     ¿Te acuerdas de aquel día en el que te dije lo peligrosa que es la pena? Que tú sostenías que la pena se ve. 


     Me acuerdo.


     Pues he seguido pensando en eso. Hay pena que se ve, pero esa es demasiado obvia y visceral, es como el asco, espontánea e irrefrenable. Esa no es de la que hablo. Esa pena de niño sucio y huérfano bajo la lluvia que lleva impregnada la mala suerte y la convierte en carne sólo sirve como representación escénica de la tragedia, de la desgracia. Esa pena no perdura en el tiempo, y si lo hace se queda en el mero recuerdo de la sensación. Está demasiado mediatizada ya como para que afecte. La pena sobre la que yo he estado pensando es la que se instala lentamente en el corazón de uno, se arrebulla en busca de su calor y lo convierte en su hogar. Como el polvo, que se posa siempre, hagas lo que hagas, da igual cuánto lo persigas y luches: siempre se acumulará cuando te descuidas. Funciona de la misma manera. La pena cansa y agota, te exige esfuerzos que nunca creías que tendrías que hacer; te esquilma la ganas, destroza el ocio, deshilacha y aturde cualquier idea. Corres el riesgo de confundirla con amor, con querer dar; no puedes aliviarla aunque quieras, si pretendes distraerla para que se pierda, caes. A la pena no se la puede tratar como a un extranjero que no entiende el idioma y quieres que se vaya, pero no te entiende y pone cara boba ante tus gestos y demandas. La pena eres tú, y no puedes partirte peleando. La pena surge de la impotencia y se regodea en la frustración, se baña en la condescendencia y aúlla una solución cada noche. 


Alejandra me miraba impasible, esperando alguna pausa que la invitase a contestar. Desde donde yo estaba la veía entera, recostada sobre la silla, con los oídos atentos y dirigidos directamente a mi boca. La saliva se me empezó a espesar o a desaparecer, nunca noto la diferencia, y hube de echar un trago a la cerveza que desde hacía mucho rato me miraba triste desde la mesa. 


     Es que la pena se genera — dijo Alejandra aprovechando el impás. 


     Sí, pero siempre sobre la mismidad. Todo depende siempre del sujeto cognoscente; el receptor solamente puede decodificar el mensaje. 


     Odio cuando usas palabras tan raras y largas. 


     ¿Por? 


     Porque no las pronuncias del todo bien, como si quisieras hacerlas pasar por palabras de dos sílabas sin éxito. 


     Joder, vaya.


     Sigue — Alejandra hizo un ademán con la mano para que continuara. 


     Sigo. Lo que te decía, la pena es algo que tú sientes, es tuyo, te pertenece, te compone y estructura. Por eso es tan peligrosa. Yo recuerdo cuando la veía llorar. La primera vez no, la verdad, pero sí tengo grabadas a fuego varias escenas de ella lloviéndose encima, roja y desesperada, con los mofletes coloreados y los ojos, tan grande como los tenía, convertidos en dos pequeñas rajas en la cara. Recuerdo cómo se le afilaba la lengua y la esgrimía contra sí y contra todos en una tormenta violenta y llena de lucidez e inquina. ¡Las verdades que decía de ella misma cuando el llanto la arrebataba de sí! Pero es o no ocurría siempre. La mayoría de las veces sólo se deshacía en sí misma, inundándose toda, ahogándose en el sitio, encogida y moqueando profundamente; yo oía el vibrar de sus pulmones, que sonaban como un ejército de cigarras. ¡Y el suspiro! El aire se encabritaba al introducírsele por las fosas nasales abiertas de par en par, haciendo el ruido que debe hacer el agua al retirarse de la playa los momentos previos a un tsunami. Era capaz de oír bajar el viento, cómo se suspendía en su pecho, llenándola entera unos segundos, luego preparaba el cuello y lo soltaba todo de golpe. El suspiro salía puntiagudo de su boca en todas direcciones, disparando todo el patetismo que la quemaba por dentro. No le deseo a nadie que vea a alguien sufrir de esa manera y con ese desconsuelo. Esa es la impotencia que te digo: el sufrimiento ajeno, sobre todo en directo, te hace sentir un inútil. Estás ahí parado, sin culpa de nada, pero estás hecho mierda por no poder hacer nada. 


Hice una pausa para asegurarme de que no estaba aburriendo a mi amiga. 


     ¡No sabes la de veces que he deseado poder arrancarle eso del pecho! Cogerlo con ambas manos de alguna manera, a poder ser por el cuello, y golpearlo, retorcerlo, estrangularlo con rabia y vengarme de él; apalearlo en el suelo y mancharlo con la sangre de mis nudillos raspados. Verter lágrimas de ira y dejarme la boca, las piernas y los huevos en su asesinato. Quizás así podría cogerlo y llevármelo lejos para tirarlo en algún lugar remoto para que no encuentre nunca el camino de vuelta. Pero luego entendí que la pena era mía. 


     Sigo sin entender por qué te empeñas en decir que es tuya — Alejandra intentaba comprender algo de todo lo que le decía. 


     Porque es en mí en donde crece y se desarrolla. Verás. En el amor, se dice, ocurre un fenómeno que consiste en alcanzar el bienestar personal a través de la felicidad del otro. El motivo de dar es suficiente si el otro es capaz de recibir. 


     Lo has dicho un poco rebuscado, pero sí. Y has pronunciado mejor esta vez.

     Gracias.


     Sigue — dijo Alejandra, haciendo el mismo gesto que la otra vez. 


     Sigo. Ese sentimiento que es la intención del bienestar del otro es muy parecido a lo que se genera cuando alguien te produce pena. ¿O te contagia? Aún no tengo muy claro qué verbo usar. Quieres que se alivie, quieres ayudar cómo sea. Pretender hacer eso confundiendo la pena con amor es peligrosísimo. En el amor ese deseo nace, en la pena te viene ya maduro, por eso no se agota ni se erosiona o se evapora, como puede provocar el tiempo con el amor. La pena recibida es la pena eterna. Se renueva cada día en cada gesto, en los ojos se va hilvanando un velo que impide que traspase la mirada y esta se encuentra secuestrada en algún lugar en el espacio; no notas que hay veces que su mirar se queda a medio camino de cualquier lugar, y que al detenerse te deja de ver. Y tú no quieres que eso pase, pero sigue pasando hagas lo que hagas. Las anécdotas diarias se tiñen de esa sustancia que le quita el color a la vida, no deja nada sin manchar y consigue enmascarar hasta el sabor de tus besos favoritos. Oscurece la sonrisa como hacen las nubes con el sol, ahonda los ojos y amola los filos de las gracias, haciéndolas parecer todas armas de doble filo. Y tú no quieres que pase, pero sigue pasando. 


     ¿Por qué sigue pasando? — preguntó Alejandra. 


     Porque quieres ayudar. Y empiezas a valorar esos pocos momentos en los que sonríe sin que se le cierren los labios temblando de la misma forma en la que lo hacen cuando intentaba retener el llanto que la sobreviene imparable. O cuentas con que el sexo la distraerá como otras veces ha hecho y entonces, en ese momento del después con el cigarro en la mano y con cuidado de no manchar las sábanas, podrás volver a verla como cuando sólo era el principio y podrás abrazarla otra vez con ese cariño que se te desborda a escasos centímetros de su cuerpo. Pero no llegas a verla más allá de unos pocos instantes que pasarían desapercibidos si no prestas atención. En el amor buscas, pecando de cursi, ayudar a volar a la otra persona. Digamos que amar es un empujar figurado hacia un futuro benigno que habrá de llegar. Pues la pena es evitar que el otro caiga, estirar el brazo y apretar los dientes, con las piernas arqueadas y los pies hundidos en el barro, con la tensión justa para que cualquier detalle permita que ella salga lo mismo que te arrastre. La pena es un tirar; y aunque ambos, pena y amor, consistan en elevar al otro, el esfuerzo no es el mismo. La gravedad ejerce su fuerza sobre el cuerpo suspendido sobre el abismo y éste, por su peso muerto, te va arrastrando lentamente, dejando surcos en la tierra que acaban siendo cicatrices en tu ánimo. Yo he llegado hasta el mismísimo borde de ese agujero y la he mirado a ella mirarme suplicante y cabreada a la vez. Pidiendo que la rescate pero sin evitar que yo me vaya hundiendo cada vez más y sin importarle que mis brazos no puedan resistir su peso y sus movimientos que en nada facilitan la tarea. A veces se me ha enredado la cuerda salvadora alrededor del cuello y, siendo ya soga y no cuerda, ha adquirido más sentido que el que me gustaría admitir delante de nadie. 


Volví a hacer una pausa, pero esta vez por no saber continuar. Ignoraba si estaba aburriendo a mi amiga o si me había llegado a entender algo, aunque fuera remotamente, de todas las cosas que había dicho y que ahora, ya lejos de los oídos que las habían escuchado pacientemente, parecían perder todo el sentido. Mi amiga me miró con ojos cariñosos y sentí el candor de sus buenas intenciones hacia mí. Tuve que reprimir una arcada. 


     Te entiendo, ahora te entiendo — dijo Alejandra rompiendo el silencio que cristalizaba en las ventanas y todo lo enfriaba. 


     Eso es porque tienes pena por mí. Lo siento, no quería hacerte esto, de verdad. Necesitaba desahogarme a cualquier precio.