Las puertas.



Oí el enredar de unas llaves en la puerta de mi casa, pero en la oscuridad en la que me encontraba no le hice demasiado caso. Mantuve la postura horizontal en el sofá mientras me llevaba el cigarro a la boca y vertía la ceniza sobre mi pecho, en el que reposaba un cenicero, pero no prestaba atención alguna a si acertaba o no. Oí el leve sonido de la puerta cerrándose y unos pasos lentos e inseguros se acercaban por el pasillo, que tiene que estar hasta el techo de oscuridad. 

¿No podías haber puesto alguna lucecita en algún sitio?

Mónica estaba de pie bajo el marco de la puerta mirándome, y aunque la oscuridad la abrazaba, noté ciertos reflejos de pena en sus pupilas. La miré de vuelta pero no cambié ni la postura ni el gesto. En ese momento la canción que me arrullaba terminó y, como había estado pasando durante las últimas dos horas, volvió a empezar. 

¿Cuánto llevas escuchando a Babi en bucle? — preguntó acercándose, rodeando el sofá y dirigiéndose hacia el frigorífico. 

Dos horas, o media vida; no sé. Puedo decirte cuántos cigarros me he fumado, pero tampoco sé cuánto ha durado cada uno…

Mónica no quiso disimular el ruido de las dos latas de cerveza contra el cristal de la mesa. Se sentó en una silla y se echó hacia atrás para beberse la suya mientras rumiaba pensamientos para decirme. 

Ahí te he dejado una cerveza — se limitó a decir, pero yo la entendí. Me resistí con todas mis entrañas, un regusto de amargura tomó mi boca y disipó un poco mi tristeza, lo que me molestó. No hice ningún ademán de levantarme, solamente volví a verter la ceniza donde creía que estaba el cenicero, pero me cayó toda en la camiseta.

No puedes estar así — Mónica había bajado el tono y me llegaba rasgado, como si las consonantes rozaran demasiado en sus cuerdas vocales. 

Es muy fácil estar así, no tengo que hacer nada. Cuando ya no entiendo ni la letra entro en un estado casi místico, y si cierro los ojos la oscuridad se pone de fiesta y veo cientos de luces que nacen y mueren. 

¿Qué te pasa? 

No quise contestar en seguida porque no sabía muy bien qué me pasaba. Había naufragado hacía casi dos semanas, pero mi situación ya no podía achacársela a ese accidente. Más bien se trataba ya de la imposibilidad de salir del agua, abrazándome a la certeza flotante de no encontrar ni rescate ni rumbo. El frío del mar en calma se me ha metido en los huesos y he decidido hacerme el muerto a seguir remando hacia la promesa de tierra firme. Pero lo que le dije fue más escueto: 

Que no encuentro salida. 

Mónica tiene esa delicadeza que tantas veces se echa en falta, sabe cómo utilizar los silencios para avanzar en la conversación. Utilizó uno de esos en los que las palabras se quedan revoloteando y trinando como pajarillos sobre nuestras cabezas antes de decirme lo que ella pensaba. 

Con esta oscuridad es normal, no tienes ni que saber dónde está el interruptor a estas alturas. 

Está allí — señalé hacia donde recordaba que se encontraba — pero de poco va a servir, he quitado la bombilla. 

Vaya. ¿Por qué? 

Porque no sé si quiero encontrar la salida. 

No puedes encerrarte así, no es sano. Si no abres alguna puerta el aire se vicia y acabas por respirar tus propios esperpentos. No le puedes dar tantas vueltas a la cabeza, vas a terminar por mezclar las lágrimas con la autocompasión, con la rabia y el humo, y eso fermenta, tío, y esos humores al liberarse te van a llenar todo el seso con su fétido olor. 

Si hubiera alguna salida supongo que la vería. Por muy cerrada que esté, cualquier puerta deja un resquicio junto al suelo, una línea finísima de luz por la que también se cuela un poco de aire. Pero ni eso. Mi cabeza es un zulo en el que sólo puedo tumbarme. 

Mónica bebió de su cerveza y empezó a fumar. El olor de su tabaco, de otra marca distinta al mío, me llegó a la nariz y tosí un poco. Pensé en si erguirme o no, y decidí no hacerlo. También pensé en estirar la mano y coger la cerveza, pero nunca he sido capaz de beber tumbado, se me va el gas por la nariz y esa sensación me pone de los nervios. 

¿Y esa puerta tuya, tan hermética que no deja pasar ni la luz, se abre hacia dentro o hacia afuera? — Mónica, con esa voz dulce que liberan sus labios, intentaba reunirse conmigo en la oscuridad, pero no era capaz de verle la cara.

¿Qué diferencia hay? ¿Qué más da? Si no sé dónde está da igual cómo se abra, no la voy a encontrar. 

Igual puedo buscarla yo desde fuera… ¿te acuerdas si echaste el pestillo?

Sólo recuerdo el portazo y el vendaval que provocó. Ahora todo está en calma, solamente soy yo el que genera aire si me muevo, pero no me muevo. Ya no quiero moverme, me duelen las articulaciones y el ruido de mi estómago es un festival de hambres que nunca se sacian, que se me alejan si intento cazarlas. Hasta los párpados me pesan, los tengo ya resecos de apretarlos contra mí mismo. 

No creo que tengas echado el pestillo. Lo más seguro es que todo el polvo que ha generado la piel muerta que se te ha desprendido haya cegado ese resquicio de luz que echas de menos. Nuestras cabezas también se llenan de polvo, de células muertas, de pensamientos que al sangrar forman cemento: por eso cada vez la habitación es más pequeña. ¿Qué te parece si yo intento abrir la puerta? 

¿Y cómo vas a hacer eso? — giré la cabeza para mirar la silueta de Mónica, que se recortaba por la luz del ordenador. La canción había vuelto a empezar de nuevo. 

Necesito saber, lo primero, si crees que se abre hacia dentro o hacia fuera. 

¿Y qué más da? 

Porque si se abre hacia afuera, tengo que tirar. Si se abre hacia dentro, tengo que empujar. Es increíble cómo nadie, o casi nadie, hace caso a los cartelitos de las puertas y se confunden tirando cuando poner empujar y viceversa. Eso, en la vida real, poco importa, pues luego tiras o empujas y la puerta se abre y entras, o sales. Pero en el coco, en el clímax del miedo hacia uno mismo, si intentas empujar cuando tienes que tirar, te frustras, te lastimas, te cansas, desfalleces y te tumbas. Dime, ¿se abre hacia dentro o hacia fuera? 

Me quedé mudo. La lengua dentro de mi boca exploraba los dientes y el paladar buscando una respuesta que fuera sincera, pero nada más que saboreaba medias verdades. Pensé en decirle la verdad de cómo había llegado a donde estoy, la razón de meterme voluntariamente en esta cárcel, pero en seguida pensé que poco importaba eso. Vine buscando una cosa, y fue en ese rebuscar en el trastero de mis memorias que encontré algo. Pero no tenía fuerzas para decírselo. Estiré mi brazo derecho para alcanzar las cosas para hacerme un cigarrillo. No necesitaba ver ya, había mecanizado tan perfectamente el proceso que no me hacía falta ni pensar. Mónica se levantó arrastrando levemente la silla, que apenas chirrió contra el suelo y fue directa hacia el ordenador a parar la canción, la cual se cortó en mitad de la frase que decía: cuando brillen los grises y no los azules.

Vale, creo que se va a abrir hacia afuera. 

¿Por qué?

Porque necesitas que tiren de ti. No vas a dejar entrar a nadie, apenas tienes hueco para ti como para que alguien se sume a tan reducido espacio. Y tampoco creo que nadie quiera entrar a dormir contigo en una cárcel. Pero si se abre hacia afuera no tiene sentido venir con un ariete para aporrearla hasta derrumbarla… 

Ya ves — me limité a decir. 

Exactamente. 

¿Cómo? — dije confundido.

Las llaves. ¿Dónde las has dejado? Recuerdo que me contaste que cuando eras más joven las perdías muchas veces, que las dejabas en sitios distintos y que tardabas horas en encontrarlas, y que por eso ahora siempre las dejas metódicamente en los mismos sitios, que siempre las llevas en el bolsillo izquierdo cuando sales de casa…

 Mónica cogió delicadamente el cenicero de mi pecho y lo dejó en la mesa, luego estiró un brazo y me agarró por la muñeca de uno de los míos y tiró para sí. No tiró de golpe, ni fue brusca, rodeó con sus dedos mi muñeca en una caricia y me atrajo hacia sí dulcemente. Yo me dejé levantar y me senté junto a ella en el sofá. La luz del portátil se había apagado y estábamos a oscuras completamente, con la excepción de una tenue luz que provenía de alguna regleta tirada por el suelo. Noté la brisa que provocaron sus labios al despegarse para formar una sonrisa y yo me ruboricé ligeramente. No me merecía a Mónica, pensé, ni ella se merecía a alguien como yo en un momento como este. En un acto reflejo estiré la mano para coger la cerveza, que se había calentado mientras me esperaba. 

Tío — noté a Mónica acercarse por la intensidad creciente de su perfume — si me dices dónde están las llaves me hago una copia, para que la próxima vez que las pierdas sepas que no estás sólo — el acercamiento terminó con un cálido beso. 

¿No es esa mucha responsabilidad? 

Pues la repartimos. Yo quiero darte también una copias de las mías. Copiaré el llavero entero y te lo daré. En él están las de mi cabeza y las de mi corazón, las pequeñas que abren los cajones de mis esperanzas y la del buzón donde rezuman las advertencias que no quiero leer. ¿Te parece?

Volví a quedarme callado. Desde lo más profundo de mi pecho una taquicardia nerviosa rompía el oscuro silencio de mi alma y mi alrededor. Mónica, con su habitual saber estar, me dejó pensar sin decir nada, quizá oyendo también mi corazón latir. Y sentía que cada pulsación era culpa suya porque había encontrado la puerta escondida de mi cabeza y estaba llamando para salir a dar una vuelta.