Ahora mismo estoy viviendo la época en la que la edad
empieza a significar otras cosas. Significa dinero, tranquilidad, inversión,
puede que por momentos también sea sinónimo de depresión, o al menos de crisis;
significa responsabilidad casi el cien por cien de las veces. Tengo amigos que
ya se están casando, antiguos ligues que tienen ya un hijo de tres años. ¿No es
curioso cómo la vida ajena siempre parece más acelerada que la propia? En el
caso de Jose Juan y Macarena todo parecía aún más rápido que en el resto. Se
conocieron en la universidad, en el primer curso, terminaron en lo cuatro años,
hicieron las prácticas y se quedaron como becarios y luego como indefinidos.
Ahí ya está cumplido el cuarenta y cinco o cuarenta y seis por ciento del sueño
millenial universitario. Se fueron a vivir juntos y compraron un perrito muy
escurridizo color café. Se casaron cuando cumplieron los siete años. Y ahora
esperan un hijo.
Como todos los padres primerizos, ellos también hicieron el tour del bebé: esto es enseñárselo a
todo el mundo, contar cómo caga y si sonríe ya o cómo se le van notando las
trazas del carácter materno/paterno. Yo fui requerido un martes por la tarde a
eso de las cinco y media.
—
Oye — dijo la voz de Macarena — que he caído en
que el bebé tiene ya seis meses y aún no lo conoces.
—
Es verdad — respondí fingiendo cierta sorpresa.
Quedamos una hora después en un bar cerca de mi casa, porque
a ellos les daba igual desplazarse con el coche. Me duché para quitarme el
sudor reseco de las vacaciones de verano en casa y salí más por obligación que
por ganas.
El bebé era algo enjuto y me dio la sensación que tenía
demasiado pelo para el tiempo que tenía, pero no entiendo de bebés, por lo que
no dije nada. Estaba medio dormido y no se movió demasiado. Jose Juan echó la
capota del carrito último modelo azul metalizado para que al bebé no le
molestará el sol y durmiera en paz. Nos pusimos al día un poco; ellos no se
detuvieron mucho en su vida perfecta, algún detalle suelto, alguna anécdota en
Tanger y algún subenir de Praga. Yo
lo agradecí y correspondí deteniéndome algo más en alguna anécdota, exagerándola
un pelín.
—
¿Y cómo se llama el niño? — pregunté en el
segundo silencio incómodo, en el primero Jose Juan me enseñó un video viral.
—
Álex — respondió Macarena.
—
Alejandro, es bonito — asentí.
—
No, Álex de Álex — dijo cortante Jose Juan.
—
Ya, pero es niño, ¿no? Entonces es de Alejandro.
—
No es niño. Eso que lo decida cuando crezca.
Hemos elegido Álex porque es tanto para varón como para mujer. Ya cuando tenga
uso de razón que elija qué quiere ser.
—
Vaya — dije con los ojos como platos.
—
Es que no queremos que nazca con imposiciones.
Queremos que nuestro bebé sea lo que quiera ser, que le afecto lo menos posible
la sociedad tóxica que nos rodea.
—
Bueno, es respetable. Me parece algo excesivo,
pero es vuestro hijo — concedí.
—
Gracias — dijeron al unísono.
—
¿Y ya dice mamá o papá? No sé con qué tiempo
empiezan a hablar, igual es pronto, ¿no?
—
No, aún ni dice nada — dijo Jose Juan.
—
Y nosotros no hacemos eso de ponernos delante y
decir mamá o papá en tono bobalicón para que lo repita. Es más, nosotros no
hablamos delante del bebé. Ahora porque está dormido, si no tendría que
alejarlo un poco para que no nos oyera.
Al principio me pareció que
estaba de coña y me reí, pero cuando el gesto de ambos se endureció y sus
miradas se afilaron, entendí que lo había interpretado mal.
—
Es que no sé si lo he entendido: ¿no habláis
delante del niño? — pregunté.
—
Bebé — me corrigió Jose Juan.
—
Bebé — corregí — ¿Y por qué?
—
Porque queremos que sea libre. No queremos que
se vea acotado por el idioma. Cuando sea mayor que elija su lengua materna. Hay
estudios que dicen que las conexiones neuronales varían dependiendo de la
lengua que hables y, fíjate, también de la lengua con la que piensas. Se hizo
el estudio con bilingües y se demostró que no son las mismas conexiones, aunque
se piense lo mismo, si se lo piensa en inglés que en francés. Incluso hay
algunos especialistas que lo llevan hasta los diferentes acentos dentro de la
misma lengua, pero eso ya es más experimental.
—
Queremos que nuestro bebé sea lo más libre
posible. Que tenga el poder de elegir su nombre, el género, la lengua, todo lo
que pueda elegir — terminó de decir Jose Juan.
—
¿Y cómo se va a relacionar con otros niños si no
sabe hablar?
—
Lo hemos apuntado a una guardería que tiene los
mismos valores. Es una pequeña, pero es muy heterogénea, hay niños de muchas
etnias y lugares. Creemos que es posible que entre ellos creen su propio
lenguaje. Confiamos en la inteligencia de nuestros hijos y estamos en contra de
cualquier imposición. Tampoco queremos que nos llame papá y mamá. Eso son roles
de género, ¿quiénes somos nosotros para imponer nada?
Macarena asentía apoyando a su marido y de vez en cuando
decía cosas como “es que es así”, o “exactamente” para darle más énfasis al
discurso. No he dicho que ambos eran veganos, pero tuvieron el detalle de
dejarle esa decisión también a su hijo, y no les importaría, decían, que se
hiciera carnívoro.
—
Es que el ser tiene que desarrollarse libre, no
se puede enjaular un alma y esperar que sea bella — dijo Macarena como colofón
a la conversación.
Me invitaron al café y nos despedimos quedando para otra
hipotética vez, de esas que nunca se cumplen. Abrí el capazo y Álex seguía
dormido. Le agarré un pie para despedirme y nos separamos. En el camino hasta
mi casa no podía dejar de pensar en ese lenguaje que podrían inventar los bebés
de la guardería y en la cantidad de cosas que tendría que elegir ese bebé
cuando tuviera uso de razón. Menuda responsabilidad.