La conversación.




Otro delicioso viernes por la noche. Carlota había traído una botella de vino tinto, y aunque le costó un poco abrirlas con el sacacorchos que tengo en casa, el vino estaba bueno. Para hacer la estancia un poco más íntima dejé encendida la lámpara de al lado de la ventana, que con las plantas que decoran ese rincón daba una luz con ciertos tonos verdáceos. La luz del televisor dejaba en una penumbra blanquecina al resto del salón. Carlota se estiraba cómodamente en el sofá mientras yo me liaba un peta, el de antes de ver la serie. Habíamos cogido la costumbre de vernos a menudo y los viernes eran el día más especial de todos; al filo del fin de semana y su descanso, nos relajábamos bebiendo y fumando en el sofá con una película o una serie que nos servía de excusa para abrazarnos, pero que muchas veces se quedaba en el tintero, reproduciéndose en un segundo plano por culpa de un beso espontáneo que acierta en el lugar preciso donde se reproducen los deseos; otras veces era una caricia que no para de extenderse por la longitud del brazo, peinando los pelos de la muñeca con ternura, y que termina desembocando en un dinámico entrelazarse de las manos, convirtiendo nuestros cuerpos en un nudo.

Ambos sabíamos que la serie era una excusa, un motivo para follarnos. Pero seguíamos dándole esa magia, utilizándola como esa inocente proposición. Y la respetábamos: teníamos el trato de no ver capítulos sin el otro. La única excepción era la de terminar los capítulos que habíamos quedado a medias.

Antes de encender el porro dediqué una cálida mirada a mi acompañante, la cual estaba enfrascada en su móvil con mirada seria; abstraída completamente, dejando que mi mirada la recorriera entera, pasando sin vergüenza por la longitud de sus piernas, abrazando sus hombros medio descubiertos y trepando por su terso cuello hasta alcanzar sus labios y la punta de la lengua que surge de ellos cuando se concentra. Llevábamos quedando varias semanas, tantas que ya formarían algún que otro mes. Los nervios iniciales se habían evaporado y de su condensación llovía una cortina de pequeñas gotas de confianza y cariño, las cuales nos mojaban sin llegar a empaparnos del todo; pero sí que se notaban las gotas en los cristales de mis gafas, provocando destellos de colores, sorpresivos y fugaces, que desfiguraban mi forma de ver según qué cosas. Los ojos negros de Carlota eran de verdad profundos, siempre muy bien perfilados con una línea que tendía al infinito de su mirar; y su boca era de gruesos labios y palabras intensas, cargadas de ingenio e inteligencia, rebosando vocación. Cuanto más la miraba más me gustaba, y cuanto más me gustaba con más fiereza preguntaban mis sentimientos a mi cabeza si ya podían salir. Me encendí por fin el peta. Al exhalar el humo una de estas preguntas consiguió escabullirse desde mi seso y escondida entre el humo que ascendía por mi garganta, subida a lomos de él, se escapó por mi boca sin remedio:

— Carlota, ¿te puedo hacer una pregunta? — dije con la mirada perdida, buscando a tientas el por qué de esta confesión, pero se había evaporado.

Ella salió de su ensimismamiento y con aire curioso me dijo que sí, que claro, que porqué no. Y se la hice, pues ya no podía retroceder:

— Nosotros… ¿qué somos? — intenté que mis palabras fueran firmes, pronunciadas sin nerviosismo, pero creo que no lo conseguí.

Un silencio helado cristalizó en el salón: no se oían ni los crujidos de la madera de las puertas ni el eléctrico corazón del reloj de pared. Y por culpa de ese frío que caía a copos, nos pusimos rígidos, sobre todo Carlota, que se sentó sobre sus tobillos con las piernas cruzadas y me miraba con estupor. Un ligero escalofrío me recorrió la columna vertebral haciéndome tiritar levemente, no sé si de frío o de miedo. Temía que esa pregunta, por imprevista, consiguiera herir nuestra relación, pues es una pregunta afilada, que se hunde y llega hasta el hueso y separa como un escalpelo los músculos del deseo de los tendones de la responsabilidad. Hecha a destiempo puede matar, sobre todo si la relación es aún joven y tiene la carne blanda.

Carlota se pensó lo que decirme un rato. Yo le pasé el porro y ella fumó, pero de su humo no se escapó nada. Aguanté expectante durante el silencio, intentando que no se notara mucho mi nerviosismo. Al cabo de unos minutos, ella dijo:
— Supongo que había que hacer esa pregunta algún día. Y supongo que siempre pilla por sorpresa, da igual lo que la intentes esquivar, ella no se cansa, por eso siempre llega.

Un nuevo silencio nos regó, y mi cabeza aprovechó tan fértil situación para hacer brotar todas las inseguridades posibles.

— Nos estamos conociendo… — Carlota habló y mi imaginación escampó para escucharla.

— … y estamos a gusto juntos… pero sí es cierto que mantener esta situación así, en suspenso, sosteniéndola sin pensar en el futuro, sujeta sólo al presente común terminará por deshilacharla toda. No somos sólo amigos, eso está claro, ni somos novios, aunque por momentos lo parezca…

— Por eso mismo lo pregunto — dije dejando caer mi mirada hacia la camiseta que me había robado, que le sentaba mejor que a mí.

— ¿Y tú que crees? — respondió Carlota, cansada de pensar sola.

— Pues no lo sé. Hay días en los que te vas que te agarraba antes de que llegases a la puerta y te obligaría a prometerme que volverás por la noche, o mejor, que no te vas, que era un amago, un juego. Pero otras no deseo que vengas, o que te demores con el café porque tengo cosas que hacer, o quiero estar solo, o quiero quedar con alguien…

Carlota me devolvió el porro y tomó la palabra:

— Ya, a mí me pasa lo mismo. Me sorprendo cuando voy de compras y pienso en lo bien que te sentaría esa americana tan elegante, que te pegaría con los pantalones que siempre te pones. Pero otras veces se me hace muy cuesta arriba tener que venir hasta aquí, preferiría quedarme en casa y no ver a nadie… o no verte sólo a ti. ¿Sabes que he cancelado planes porque tú no estabas seguro de si podrías quedar y he preferido esperar a ver si podías y luego no has podido y yo me he quedado sin plan?

— Pero no tienes por qué hacer eso…

— Ya lo sé, pero lo hago. No sé por qué lo hago. Mientras lo hago me lo digo: ¿Por qué lo esperas, sabes que no tienes que esperarlo? Pero te espero.

— Yo también te he esperado — dije.

— Me imagino. ¿Pero por qué lo hacemos? ¿Debemos hacerlo? ¿Está bien? ¿Qué conseguimos con eso? — Carlota hablaba más rápido de lo que su boca podía moverse, aturullándosele las palabras en los labios, saliendo apelotonadas.

— Supongo que es porque nos gusta estar juntos, ¿no?

— Pero nos vemos con más gente… ¿Eso es compatible? — Carlota estiró el brazo para que le dejara matar el porro. No escondí mi asombro porque dijera eso, nunca había pensado si ella se veía con más gente, pero no esperaba que ella supiera que yo sí.

— ¿Cómo sabes que yo…?

— Marta te vio varias veces en el restaurante griego ese de al lado del río. Una vez con una morena, dos con una rubia y la última con una muchacha muy blanca, me dijo. Pero no me importa, por eso no te he dicho nada. Pero ahora que has hecho la pregunta, ¿qué respuesta nos permite seguir viendo a gente y no romper lo que tenemos?

— Hoy en día hay muchos tipos de relación, no tenemos que mantenernos en la monogamia, hay un crisol de posibilidades que no implican renunciar a conocer gente. A mí tampoco me molesta que veas a otros tíos, por eso tampoco he preguntado nunca, me acabo de enterar.

— Ya, pero cualquier relación que propongamos tendrá que ser de mutuo acuerdo. Y si hablamos de gente, en general, no hay problema. Puedes irte con rubias, morenas, hippies, pijas y lo que te apetezca. ¿Pero y si dejas de irte con esos plurales y comienza a ser una rubia, una morena, y acaba teniendo nombre y apelativo? ¿Podrías soportar que no quedase con tíos y que siempre fuera con Marcos, por ejemplo? Marcos cada semana, Marcos los viernes. ¿Qué te parece eso? — el tono de Carlota se iba afilando, atravesando los resquicios que dejaba mi autoestima para clavarse en el corazón.

— ¿Y si fuera Mónica? ¿Cómo te sentaría que me pasara a mí eso?

— ¡No lo sé! Por eso lo pregunto. Sé que para mí quedar con Marcos no sería un problema, es más, que me lo “permitieras” — dijo haciendo el gesto de las comillas con las manos — si es que me lo tienes que permitir tú, te querría más, porque me das la libertad que necesito. Pero si es Mónica, no me gusta tanto la idea.

— ¿Qué problema hay con Mónica? — pregunté acomodándome en la silla.

— Pues que Mónica no es Marcos. Mónica es tu libertad, no la mía. Mónica condiciona mi libertad, me obliga a depender de ella en cuanto a ti. Y quedarías con ella ante cualquier duda mía, no me esperarías, saltarías directamente a sus brazos.

— Pero eso es la libertad ¿no? ¿No te molestaba tener que esperarme? Con Marcos no tendrías que esperar.

— O esperaría el doble, porque algún día os esperaría a los dos. Y si los dos contestaseis a la vez, tendría que elegir… — Carlota enmudeció tras el último punto suspensivo.

— Pero eso es la libertad: elegir. Y si tú quieres elegir, tienes que dar a al a libertad del otro la misma holgura que a la tuya.

— ¡Pero tu libertad me afecta!

— De eso se trata, ¿no? En realidad no quería lanzar la pregunta, pero se me escapó. Llevaba un tiempo pululando por mi cabeza y no conseguí domarla, y huyó. No quiero tener que elegir entre ti y ese plural de chicas sin nombre que ahora frecuento, pero tampoco quiero tener que ir con miramientos si empieza alguna a tener nombre propio. Me asusta Marcos, no te lo niego, no lo conozco pero seguro que es más guapo que yo, más ingenioso y divertido, es normal que quieras quedar con Marcos, y es todavía más claro que él quiera quedar contigo. Lo entiendo. Pero no voy a renunciar a la posible Mónica por el fantasma de un ocasional Marcos. Ni quiero que Marcos no pueda existir por tu miedo hacia Mónica. Por eso no sé lo que somos. Por eso he preguntado, aunque sin querer. Supongo que los que acaban siendo novios es porque tienen claro a lo que renunciarían por la otra persona, ¿pero qué pasa cuando lo que tienes claro es lo que no quieres ceder, se puede construir algo con esos cimientos?

— ¿Y por qué tenemos que hablar de esto? Está claro que la conversación iba a llegar en algún momento, pero nunca hay un momento adecuado para abordar este tipo de situaciones. Me pregunto qué pasa si no la estuviéramos teniendo, ahora estaríamos viendo la serie, o follando, y todo sería más fácil… — la voz de Carlota adquirió tintes de lamento en las últimas palabras.

— No sé si más fácil. Acabaría pillándonos, quizás más por sorpresa, quizás incluso pudiéramos haberla esquivado hasta que llegase Marcos, o Mónica, o igual podría haberse diluido y nunca haber llegado porque nos hubiéramos ido alejando el uno del otro, enfriándose todo tanto que ya esa conversación estuviera fuera de lugar, que correspondiese a otro tiempo y ya no tuviera sentido tenerla. No sé…

— ¿Es necesario ponerle nombre a las cosas? ¿Qué somos? ¡¿Qué se responde a eso?! En el fondo parece que nos preguntamos qué queremos ser, qué cosas tenemos que cambiar para seguir estando juntos y bien. Esa pregunta trae consigo las inseguridades de cada uno en lugar de los puntos en común.

— A las cosas hay que nombrarlas, ¿no? Sino no sabemos qué estamos viviendo. Es cierto que una vez puesta la etiqueta, hay que hacerse cargo de ella, pero en nosotros está el elegir los términos.

— Parece un divorcio esto, eligiendo términos, acordando clausulas. ¿Y qué te digo yo, que los viernes son para mí, que los miércoles alternos tenemos que quedar en mi casa, que al menos un día por semana tienes que tener preferencia por mí, que no me cuentes nada de Mónica o que aprendas a disimular tu cara cuando hables con ella delante de mí? No sé si lo mejor es que lo dejemos y listo, así no nos comemos la cabeza.

— Entonces estás poniendo una etiqueta a nuestra relación, una etiqueta que no me gusta, que creo que tampoco te gusta a ti. Le pones, y bien grande, la etiqueta de “se acabó” y yo pasaré a ser un ex, o un sucedáneo de un ex, puesto que si no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo para estar juntos no sé si merecemos llamarnos ex. No creo que sean tan malas las etiquetas, sí es cierto que todas traen una frontera, un límite que se sostiene frente a nosotros, delimitando deberes y derechos adquiridos solamente por el hecho de que exista; pero eso le pasa a todas las cosas, a todas las ideas o tipos de relación. Yo tengo claro que me gustas, y mucho, cada vez más incluso, pero no sé hasta qué punto es racional dejarse llevar por esas apetencias, por ese deseo, si implica tener que renunciar a otros deseos menores, a otras apetencias esporádicas. Yo quiero estar contigo, y te pondría la primera de todas mis listas, tanto de las que tienen que ver con el amor como las que tienen que ver con el sexo, también de las que tienen que ver con la ansiedad o las inseguridades. Pero no sé si estoy listo para que sólo esté tu nombre en esa lista. Y me gustaría ser yo el primero de la tuya, pero también me sabe mal que sólo estuviera mi nombre solitario en ella. No quiero que tengas que quedarte conmigo irremediablemente, quiero que siempre puedas elegir, que yo no soy para tanto, no quiero encerrarte sola conmigo.

— ¿Entonces qué hacemos? Ya no podemos desdecir nada, no podemos hacer como que la conversación no nos ha alcanzado. Estamos heridos, sangrando inseguridades y manchándonos con ellas hasta quedar irreconocibles. ¿Qué somos ahora? ¿Qué seremos a partir de ahora? ¿Podremos volverá estar a gusto juntos, podremos volver a esa normalidad anterior, tan lejana ya, tan de película que parece, ahora mismo, irreal? No sé, estoy llena de dudas y sólo pienso en Marcos y en Mónicas…

Carlota se hundió en sí misma. Con la cabeza escondida entre las piernas y los brazos rodeando su pelo la oí gimotear y sorberse los mocos. Un extraño nerviosismo agitaba mis músculos, no parando quieta mi pierna, dando golpes rítmicos contra el suelo. Me lié un cigarrillo para calmar mi ánimo, que se encontraba desbocado y desobediente. Me arrepentí de haber hecho la pregunta, pero en seguida me alegré de que esto hubiera pasado ahora, antes de cualquier posible catástrofe, cuando las cosas aún no son tan firmes como para atravesar la carne; ninguno de los dos nos íbamos a quedar mancos o cojos por las heridas de esta conversación… igual si hubiera tenido lugar un par de meses después si se nos hubiera cercenado algo, provocando odio. Le lié otro cigarrillo a Carlota y se lo dejé delante en la mesa sin decirle nada. Ella se balanceaba lastimosamente mientras su espalda latía por intentar contener los sollozos todo lo que podía. En un momento se irguió y me miró, luego se dio cuenta del cigarro y sonrió. Yo me levanté y me senté a su lado, dispuesto a abrazarla. Ella notó mi gesto y se me acercó, dejándose caer sobre mi pecho con toda la gravedad de la situación. Le pasé una mano por el pelo y la otra rodeó sus hombros con toda la ternura del mundo.

— ¿Qué hacemos ahora? No hemos decidido nada y yo no tengo la cabeza para decidir nada ahora — dijo Carlota desde lo profundo del abrazo.

— Podemos quedarnos así, no hace falta poner la serie, no hace falta nada. Siento lo que ha pasado, pero yo no quiero obligarte a nada, no quiero que me elijas a mí y que eso signifique tener que renunciar a tu libertad. Quiero tu libertad conmigo, te quiero a ti con tu libertad, que me la regales cuando te apetezca y que eso no te impida ejercerla con los demás. Aceptaré cualquier resolución, aunque te vayas y eso me duela; pero prefiero que te quedes.
Carlota alzó la cabeza y me miró con los ojos brillantes. Le temblaba el labio inferior y tenía la nariz roja de frotársela. Yo sonreí para tranquilizarla y mi sonrisa se le contagió y se reprodujo en su boca, pero con aire lastimoso.

— Odio mi libertad, te lo confieso — Carlota se deshizo del abrazo y haciendo acopio de la seguridad que le quedaba siguió diciendo — si me obligaras a elegirte a ti o a ese posible Marcos sería más fácil. Igual te elegiría a ti, o a él, no sé, pero sería más fácil. Pero toda esa libertad que me ofreces, que es la que yo quiero disfrutar, si no me la delimitas, se me aparece como un abismo que me llama, que intenta absorberme, y entonces tengo que luchar contra él. La libertad es una responsabilidad y no sé si puedo hacerme cargo de la mía.

— Bueno, si te sirve de consuelo, yo estoy igual que tú. Pero me da más miedo quitarte la tuya que desaprovechar la mía.

Ese fue el final de la conversación. Carlota volvió a mis brazos y nos quedamos dormidos así, en el sofá, con la luz de la lámpara y sus haces verdes por culpa de las plantas que tenía delante y la televisión encendida pero sin reproducir nada de interés.