Tú eres un encanto de niña.


Tú eres un encanto de niña.




Yo estaba sentado, como siempre, cuando aparecieron dos muchachas dispuestas a comerse el mundo. Se sentaron en la mesa de al lado y empezaron a charlar. No me interesaba mucho la conversación, yo estaba más a mis pensamientos, que iban desde el ridículo de la primera vez que cogí la bicicleta por la ciudad hasta si debería empezar ya a beber cerveza. Eran la una menos diez y sentía aún un cuerpo matutino; la cerveza siempre a partir de la una, antes siempre café o zumitos. En algunos lugares se empieza a las doce, pero yo no los frecuento, me parecen extranjeros y extraños. El caso, que estaba deambulando por mi pensamiento cuando una de las muchachas dijo algo que rasgó la entretela de mi ensimismamiento:

— Tía, lo importante es que te aporte cosas.

Entendí que estaban hablando de chicos y agudicé el oído. Siempre he sido algo cotilla y no me importa reconocerlo. Mi ánima es una amiga que ya no suele rivalizar conmigo de forma belicista, más bien al contrario.

— ¿Pero qué cosas le aporto yo? ¿Y si se cansa porque le aburro, y si lo agobio? — decía la muchacha más alejada de mí con claros síntomas de miedo en el rostro.

— Si está contigo es por algo — sentenció la otra.

¿Qué es el amor? Me pregunté en ese momento. Una de ellas tiene problemas con la pareja, problemas del futuro condicional. Se pregunta constantemente y si... Y la amiga le responde que lo importante es lo que pueda uno asimilar, que lo que se aporta está ya implícito en uno mismo, que lo fundamental es que lo de fuera te pueda llenar, cubrir y rodear. Las preguntas de la de las dudas son buenas, dolorosas y sinceras. Se ha caído la máscara de los primeros tiempos, del enchochamiento más carnal y lascivo, pero también cariñoso e infantil. Seguramente el destrozarse de la máscara contra el suelo debió ser un ruido atronador, como si todo lo estable estallara y no hubiera lugar para esconderse de la metralla. De ahí ese miedo y esa postura ligeramente encorvada, buscando refugio.

— De verdad, te rallas por unas cosas... ya me gustaría a mí que se hubiera fijado Arturo en mí. Tía, es guapísimo, viste bien y tiene dinero. No sé qué cosas te piensas. — dijo la amiga de la miedosa.

— No todo es eso, Sara.

— ¡Ya lo sé Jara, coño! Pero es que además es médico, y tiene libros en casa. Y ya sabes: si no tiene libros en casa, no te lo folles.

— ¿Y yo qué? — preguntó Jara con la esperanza en los ojos de oír algo que la convenciera y la animara, pero Sara no tenía pinta de ser así.

— Tú eres un encanto de niña, lo sabe todo el mundo.

Y ahí vi cómo las esperanzas de una verdad donde ella fuera como se creía antes se desvanecieron. Se las estrujaron hasta dejarlas secas. Sara creía ayudar a su amiga diciéndole lo que a ella le gustaría. Entendí que en ningún momento había intentado ayudar a su amiga. No había entendido la situación, con comprendía el sufrimiento de su amiga, no hablaba el mismo idioma. Ella intentaba decirle a su amiga lo que podía, que no era mucho, y siempre bajo la lupa de su propia intención. Se hablaba a ella e intentaba que su rasero fuera el mismo para su amiga. No había comprendido que Jara lo que quería no eran banalidades, si no saberse acompañada por alguien que pudiera entenderla. Esa sensación y el sonido de la máscara contra el suelo la había dejado un poco sorda y distraída. Buscaba una voz a la que agarrarse ya que la suya le parecía irreconocible. No buscaba consejo, buscaba recuperar su voz.


Las muchachas se fueron y me quedé yo pensando en ellas y en cómo estamos de obsesionados con los demás. Para todo pensamos en los otros, para cualquier cosa nos influyen. Llenan nuestra cabeza con sus prejuicios, con los nuestros hacia ellos, con sus intenciones, críticas y halagos. Y ya no nos oímos, y así no podemos escucharnos. Vi marcharse a las amigas y me fijé en Jara. Y pensé que si se sentía asustada por estar sin máscara, eso sólo era razón suficiente para que cualquier hombre no se fuera de su lado. 

Las respuestas no existen.

Las respuestas no existen.



¿Sabéis ese punto en el camino en el que lo mismo te da seguir hacia delante que pararte, que retroceder y volver? Pues ahí estaba yo, en el puto medio de cualquier parte, a la misma distancia de mis sueños que de mi nacimiento. Y ahí, sentado en una piedra que encontré, me puse a pensar en qué pasaría si siguiera hacia delante. Pero esa pregunta lleva adheridas muchas emociones y matices, y más preguntas. ¿Qué es seguir hacia delante? ¿Es verdad todo lo que he vivido? ¿Soy yo, en alguna de mis formas, real?
Eso es lo que tiene de peligroso sentarse a pensar, que no sabes qué se te puede ocurrir. El otro día me paré, como ahora, pero en lugar de reposar mi culo sobre una piedra lo hice sobre una silla medio rota que me estaba esperando. Estaba más atrás en el camino, pero en ese momento era el lugar más alejado que conocía. Estuve ahí sentado varios minutos, decenas de ellos, pensando en lo mismo en lo que estoy pensando ahora. Removiendo como si fuera una densa sopa fría todos mis recuerdos y mis emociones, y las emociones que me producían esos recuerdos. Pero no saqué nada en claro, como ahora. ¿Quién se para a pensar y es capaz de encontrar respuestas a la primera, a la segunda, a la décima? Yo nunca he sido capaz de atisbar, ni de lejos siquiera, una sola respuesta a algo que me haya preguntado. Sí, vale, las respuestas existen, pero no sé dónde. Muchos parecen tenerlas todas y cuando me ven serio antes de un examen me dicen que no me preocupe.

—No te preocupes tío, la suerte está echada. — y se van, así, como si me hubieran solucionado la vida.

También me suelen decir cuando algo va mal que todo saldrá bien; pero nunca he oído a nadie decirme cuando las cosas van bien que no me emocione, que ya empeorará la situación. Nadie es nunca sincero cuando se trata de dar respuestas. No son sinceros ni consigo mismos, y esto es porque sólo les interesan las respuestas. Nunca han sentido la fuerte punzada de una buena pregunta en la parte de atrás de la cabeza, como un martillazo, que te deja medio tonto y mareado. Yo nunca he visto una respuesta volando hacia mí cuando soy yo el que formula una pregunta en el pensamiento.
La última que me golpeó lo hizo con tanta fuerza que caí al suelo y creía que perdía el conocimiento. ¡Ojala, quizás sin conocimiento pudiera haberme metido dentro de la respuesta! Pero qué va, sólo fue un susto. Justo después del golpe el cuerpo se te queda entumecido y te hormiguean los dedos de los pies, las manos, y todas las ideas. La pregunta fue: ¿ por qué seguir andando?
Andando entendido como seguir el camino, como una procesión hacia la muerte que no se detiene. Yo no temo a la muerte, pero ignoro el propósito de seguir avanzando hacia ella. Y otra pregunta vino tras la primera y me golpeó en la cara: ¿me acerco a la muerte o me alejo de mi nacimiento? Y otra: ¿notaré cuando me quede menos tiempo del que he vivido, cuando traspase la mitad de mi vida? Opté por quedarme en el suelo con las manos en la nuca y las rodillas en el pecho, pero no lloré, yo ya no lloro, hace tiempo que dejé de hacerlo y ahora se me ha olvidado por completo. Igual es por eso por lo que las preguntas duelen tanto.

Me quedé así, como un feto, porque tenía la ilusión de que viniera una respuesta por el aire, con aspecto blanquecino y luminoso y me dijera por qué debería seguir andando por mi vida, o por qué debería dejar de hacerlo; pero no vino nadie, sólo unas muchachas muy bellas que se rieron de mí y me hicieron burlas. Y me pareció que ellas tenían la respuesta y no me la querían dar, y las odié y las maldije por lo bajo y por lo alto. Una se giró y me miró, pero no dijo nada, me puso ojos de desprecio y se giró dejando que su pelo se moviera y reflejara el sol poniente antes de criticarme con sus amigas. No quise moverme durante un rato, temeroso de más preguntas. Pero una vez creí que no iba a venir ninguna más, me puse de nuevo en marcha. Y así he llegado hasta aquí.

Pensé que igual no había llegado a donde crecen todas las respuestas, que debía seguir avanzando sin que nada me perturbara y sin miedo a las preguntas. Y eso hice, y por eso estoy aquí, sentado, recordando golpes con la sensación de que da igual que avance o me quede sentado, las respuestas no llegan nunca. Pero ¿para qué las queremos?