La cura.



Abelardo vive en Madrid desde hace casi un año, quizás algo más, pero siempre que baja el primer móvil que vibra es el mío y el mensaje que recibo es casi siempre el mismo, con ligeras variaciones:

— ¿Bestias?

Hemos cogido la costumbre de sacar a los perros por lo parques del río, que tan apetecibles y fresquitos son ahora. Ambas mascotas se llevan bien y mientras corretean y ladran nosotros paseamos y nos ponemos al día. La amistad de nuestros amigos peludos fortalece la nuestra y viceversa. Cuando lo vi bajarse del coche me levanté del banco en el que llevaba un rato esperando. Mi perro lo había olido antes de yo verlo, y con la frente estirada y el rabo golpeando la tierra esperaba la señal que le permitiera salir corriendo hacia su amigo, al que sin duda echaba de menos. Me levanté y Segundo salió escopetado al encuentro de Lunares. La efusividad que ambos canes muestran en sus reencuentros contrasta notablemente con nuestro saludo parco en afectos. Ellos corren al encuentro del otro, con las orejas pegadas al cráneo por la velocidad y lanzando pequeñas piedritas con las patas. Tan rápido van que no pueden frenar, entonces chocan y se abrazan con las patas delanteras mientras se gruñen mutuamente. Luego se huelen el culo y cada uno va a saludar al dueño del otro, pero con menos intensidad y mostrando respeto. Una vez hecho todo este ritual, se alejan y se ponen a oler sus cosas. Ahí es cuando Abelardo y yo nos encontramos a nuestra velocidad de crucero y nos abrazamos y nos preguntamos qué tal.

— ¿Qué tal?

— ¿Cómo estás tío? — pregunté tras separarme del abrazo.

— Pues muy bien, la verdad — dijo mi amigo y comenzamos a andar en la misma dirección.

Aunque estemos hablando y aparentemente distraídos de lo que nuestras mascotas traman, en realidad ninguno les quitamos ojo; no son perros de gran tamaño, pero en nada que ven uno más grande, sobre todo si están juntos, no dudan en ladrar y enseñar los dientes. Y les da igual que sea un pitbull, un pastor alemán o un cruce entre lobo y oso: desde la distancia se mostrarán fieros y temibles. Hasta que algún día alguno se les acerque y tengan que salir huyendo.

— Y, bueno, ¿qué me cuentas? — pregunté sacando las cosas de mi riñonera para liarme un peta.

— Pues si te soy sincero, estoy muy, muy bien, tío. De verdad. Muy contento — Abelardo no reprimió ni un centímetro de la amplia sonrisa que se había dibujado en su boca.

— ¿Y eso? — pregunté con ardiente curiosidad.

— He conseguido curarme — dijo escueto, sin duda buscando el misterio.

No respondí verbalmente, pero la mirada que le eché, unida al ligero elevarse de mis hombros en un gesto de confusión bastaron para que entendiera que no sabía de qué hablaba. No tenía ninguna noticia de que hubiera estado enfermo.

— Conocí una chica el otro día. Bueno, ya la conocía, pero el otro día coincidimos y parece ser que nos reconocimos, o nos volvimos a conocer, o nos reinventamos. Yo qué sé, hay veces que uno no sabe muy bien que verbo es el que está viviendo. El caso es que, unidos por las frágiles e invisibles cuerdas que el azar usa para tejer su red, acabamos acostándonos.

— Vaya — dije quedamente.

— Ya, yo tampoco lo esperaba.

— ¿Y ella? — pregunté con sorna.

— Supongo que tampoco, te digo que ya nos conocíamos, y nunca había habido más que un ligero tonteo, nada que significara nada.

— Bueno, ¿y de qué te has curado? — dije deteniendo mi imaginación, que ya estaba pensando una broma fácil y simple tras la pregunta.

— ¿Te he hablado de Tamara, no? Desde que lo dejamos he sentido como si me faltara algo; no que ella me lo hubiera robado, ¡qué va! Más bien como si yo se lo hubiera regalado ¿sabes? Algo mío, que me era preciado y que se lo di a ella mientras estábamos juntos y que, al disolverse los sentimientos mutuos, nunca me fue devuelto.

— Es muy feo devolver regalos — dije aún sin saber muy bien por dónde iban los tiros.

— Ya, bueno. Quizás fuera por eso, puede encontrársele algún sentido. El caso es que me quedé como vacío, dentro de mi pecho se creó un hueco que a veces tiraba de mí hacia dentro, persiguiendo la implosión y otras me hacía sentir un hambre extraña, con un malestar muy parecido al de los gases. Supe, tras bastante tiempo sintiéndome así, que lo que le había regalado en toda mi inocencia y con más ignorancia de la que reconoceré nunca había sido mi capacidad de enamorarme. Menuda tontería, ¿verdad?

Me mantuve en silencio por dos razones: la primera porque los perros andaban muy lejos y no me fio de ninguno de ellos; la segunda porque no sabía qué decir. Por suerte Abelardo es muy dado al monólogo, rayando muchas veces el soliloquio, por lo que no le importó que no le contestase. Y siguió contando:

— La sensación que tuve cuando la chica esta se fue aún sigue abrazándome, aunque la noto más tibia. Es un calor que se siente íntimo, acogedor, como el que llega de la intemperie a una casa calentita y puede sentarse en el sillón para descansar. Tampoco sentía el vacío del que te hablaba antes. Yo sé que ella no tiene nada que ver, que este es un proceso mío, de mí para conmigo mismo. Podría considerarse casi como onanismo emocional. El caso es que estoy muy contento de haberme dado cuenta que la opinión que yo tengo de lo que lo demás piensan de mí no es cierta. Porque eso era lo que de verdad me taladraba la razón: el pensar que nadie se acercaría nunca más. Cuando he dicho que le regalé mi capacidad de enamorarme me refería a que ya no podría ponerla en práctica más porque nadie se acercaría. Y no se acercarían porque yo ya no querría que se acercaran. Es todo un poco rebuscado, pero es la verdad. Entonces, cuando esa chica, caminando sobre los hilos del azar como una funambulista, vino a toparse conmigo, me sorprendí y asusté a partes iguales. Me pregunté cosas que no tocaban, como si ella me había visto bien, si no estaba demasiado borracha o si había alguna trampa detrás. Seguramente no fue la mejor noche de su vida, de hecho creo que no estará ni en el top cien o top mil. Me puse bastante nervioso, tengo que confesar, hacía ya mucho que no estaba tan cerca de nadie, se me había olvidado que podía acariciar y besar. Estuve torpe y quise recordar cómo se hacían muchas cosas en muy poco tiempo. Pero eso poco importa.

Miré a mi amigo con el peta en la boca, ya por la mitad. Durante todo su relato estuve un par de pasos por detrás, vigilando a los perros por si acaso, pero escuchándole atentamente. Las sensaciones de las que me hablaba me eran desconocidas, pero la forma tan afectada de la que hablaba de ellas me hicieron tomármelas en serio y creérmelas, aunque no las entendiera del todo. Abelardo se giró y me miró con una gran sonrisa y leves destellos en las pupilas. Estaba aún más contento que antes.

— ¿La vas a volver a ver? — le pregunté.

— No creo. Ya te digo que no fue para tanto. Pero le estaré agradecido siempre, aun cuando ella no tenga ni idea de lo que ha hecho. Porque puede ser que ella no haya hecho nada en absoluto, desde su punto de vista lo único que consiguió fue una noche un poco decepcionante, seguro que está acostumbrada a encuentros con más pasión y destreza y no dudo que cuando se escabulló del hotel algún remordimiento peregrino pasó por su cabeza. Poco me importa lo que ella piense de mí, o de esa noche, la verdad, bastante tengo yo ya como para preocuparme por lo que ella esperaba de mí. ¿Sabes esa idea que se aloja en los ojos, que impregna los espejos y las fotos y que te susurra muy cerca del oído con su aliento húmedo que no eres para tanto, que no eres para nadie? No quiero decir que haya desaparecido del todo, pero sus sílabas ya no son tan nítidas, lo que quiere hacerme creer ya no es tan fácil de entender.

Unos ladridos lejanos llegaron a nuestros oídos y nos giramos al instante. A unos treinta metros había un labrador enorme de color canela que, apoyado sobre las patas traseras se erguía desafiante retando a nuestras bestias con sus ladridos. Los nuestros se quedaron parados el uno al lado del otro sin saber qué hacer, normalmente eran ellos quienes iniciaban los insultos y se encontraban desorientados. Se miraron, nos miraron e hicieron un amago de contestar, pero Abelardo silbó y ambos perros vinieron a donde estábamos y se olvidaron del lejano enemigo.

— Me alegro mucho por ti, tío, te lo digo de verdad — le dije a Abelardo mientras nos dirigíamos a un banco para sentarnos — no sabía que estabas tan mal, pero aunque lo hubiera sabido no podría haberte ayudado; pero me enorgullece saber que no has tenido reparos en contármelo. A veces las casualidades, la suerte como tú dices, nos salva sin saber muy bien cómo, sin tener del todo claro si nos la merecemos o no. En ese vacío del que hablas a veces crecen pequeñas buenas noticias, que si bien no ayudan a evitar la caída del todo, sí que nos permiten agarrarnos y mirar las cosas con la perspectiva de la esperanza. Lo que espero es que no se te vaya la cabeza y ahora vayas en plan Don Juan, sin miramientos o ética. No uses esa noche como excusa para recuperar el tiempo perdido.

— Claro que no. Ahora lo que quiero es domar ese espacio, que ya te digo que no ha desaparecido aún, y convertirlo en un espacio sin gravedad. Y así poder viajar a través de él sin miedo a la caída. Como un astronauta de mí mismo que surca el espacio entre constelaciones sin juzgar lo que ven sus ojos, sin prisas por llegar a ninguna órbita nueva.

Abelardo se quedó en silencio tras pronunciar las últimas palabras y ambos miramos al horizonte sin mediar palabra. Los perros se habían sentado cada uno al lado de su dueño y jadeaban profusamente. Le puse una mano en el hombro a mi amigo y, sin decir nada, disfrutamos de ese espacio mutuo que es la amistad.