La chaqueta amarilla.

La chaqueta amarilla.





Eran las cinco de la tarde, más o menos, cuando decidí bajar con mi perro a darle un paseo. No esperaba que cagara o que mease, ya que me había dejado el salón lleno de bonitas boñigas en forma de letras chinas. Es un cachorro y aún no puedo esperar que contenga sus esfínteres hasta que pueda sacarlo. Le puse la correa y bajamos por el ascensor que tanto le gusta y emociona. El paseo era más para mí que para el perro, pero eso a él le da igual, cuando se abre la puerta del ascensor sale escopeteado hacia la calle, como si nunca la hubiera visto, como si aún le quedaran cosas por oler y escudriñar con su pequeña nariz húmeda y negra. Fui hacia el nuevo parque del río para poder soltarlo. Durante mi trayecto vi lo que todo el mundo ve ahora: la famosa chaqueta amarilla del Zara. Por lo menos diez muchachas de distintos tonos de pelo, altura, estilo y belleza la llevaban puesta como si nada. Y a todas les sentaba bien.

Hay dos cosas que están de moda con respecto a esta prenda: una es la propia prenda que conquista las perchas de casi todos los armarios, la otra es la curiosidad y casi la necesidad de buscar gente que la lleve puesta para poder decir: ¡cuánta gente la lleva, es una plaga! No sé qué moda es más superficial.
El caso, que terminé mi paseo y pensé en sentarme a tomar una cerveza y lo hice realidad. No me sorprendió ver a dos muchachas sin chaqueta hablando de ellas.

—Tía, es que ahora todas la llevan, qué pasa ¿que no tienen personalidad? — dijo la que estaba de espaldas a mí y que tenía un precioso y largo pelo rosa.

— Ya ves, como es barata, bonita y está en Zara, todas quieren tener una. — dijo la guapa muchacha con coleta que estaba enfrente de su amiga.

— Es que es eso Mónica, que ninguna se para a pensar que esa chaqueta es una forma de manipularnos. Somos como ovejas, pero en vez de esquilarnos, nos van poniendo prendas para sacarnos el dinero.

— No creo que sea del todo así Marcela. A mí me gusta la chaqueta, el amarillo se lleva mucho ahora, casi todas las bloggers tienen algo amarillo ahora.

— Ya, si ese es el problema. No me gusta la gente que lleva lo que es tendencia porque lo vean en las tiendas. Se está perdiendo la personalidad y la originalidad — dijo Marcela mientras se tocaba su brillante pelo rosa.

Yo que, como siempre, estaba escuchando la conversación mientras bebía mi fría y amarilla cerveza me puse a pensar sobre lo que estaba oyendo. La forma en la que Marcela se tocaba el pelo me hizo darme cuenta que eso era parte de su personalidad, de su forma de enfrentarse al rebaño de la sociedad para marcar su territorio. Mi perro, cuando sea capaz de levantar la pata, meará para marcarlo; ¡a saber cuántos cientos de perros habrán meado en el mismo sitio! Pero no por eso él dejará de hacerlo, es algo que lleva innato.

— Pero es que la chaqueta esa es parte de la personalidad de cada uno, no la comprarían si no les gustara — dijo Mónica.

— A la gente le gusta lo que ve en las tiendas y en youtube o en instagram — Marcela parecía enfadada y deseosa de dejar de forma tajante y clara su postura.

— Ya, pero eso es como el amor — contestó Mónica, sorprendiéndonos a Marcela y a mí 
— todos queremos tener pareja, la buscamos y buscamos, besamos sapos, culebras y cabrones; juegan con nuestros sentimientos, tenemos miedo de que nos rompan pero siempre estamos ansiosos de enamorarnos. Pues lo mismo pasa con la chaqueta. Mira, la originalidad no está en lo que uno lleve puesto, o en cómo se tinte el pelo, porque yo he visto más muchachas con el mismo tono que el tuyo y no por eso voy a decirte oveja, o cabra o vaca. Si toda la gente compra o busca algo es porque le gusta. Esa chaqueta es un filón, todas la quieren. Como el enamorarse. No veo a nadie diciendo que no se quiera enamorar o que no quiera follar porque eso es lo que todo el mundo quiere. No importan las chaquetas, sólo la chaqueta. La de cada uno, ¿me entiendes o no?

Marcela se quedó pensativa y dejó de enredarse en el pelo. Mi perro empezó a lloriquear para que le diera una chuchería de las suyas. Mónica miraba a su amiga segura de que la había desarmado por completo, pero ésta sólo buscaba a su alrededor una chaqueta amarilla para criticar a quien la llevara y dejar claro que, si su pelo era rosa era porque ella quería, pero que las que llevaban la amarilla prenda eran gente sin criterio, que sólo se ponían lo que les vendían las grandes marcas. Yo me quedé con la frase de que la chaqueta es como el amor y me puse a darle vueltas. Si yo hubiera estado hablando con Mónica le habría respondido que no, que el amor es toda la tienda, que cada uno busca el suyo propio. Pero ella me habría respondido que igual es verdad, pero que el amor le sienta bien a todo el mundo, como la chaqueta, que es vistoso y no muy caro, como la chaqueta; y que, en el fondo, todos queremos el mismo tipo de amor pasional, con los mismos requisitos de ternura, dulzura, desparpajo, seducción y libertad.


Antes de irme mi perro se acercó a las muchachas para olerlas y saludarlas con su natural simpatía. Ellas correspondieron y lo acariciaron, provocándole a mi cánido amigo una felicidad que hacía convulsionar su negro y enorme culo de una forma muy graciosa. Nos fuimos de allí y yo sólo era capaz de pensar en cómo le quedaría a mi perro la chaqueta amarilla, y si se haría tendencia entre los diseñadores de moda para perros. 

Alquilar una bala.

Alquilar una bala.




El chaval de los ojos color aceituna me miraba desencajado. Su pistola temblaba levemente en su estirado brazo, no apartaba la vista de mi cara y apenas sí pestañeaba; temía perderse el momento en el que fuera a atacarle. Como si yo fuera a hacerlo... desde siempre he sido inofensivo, y que ese gitanillo me mirase con miedo a que le hiciera algo me enorgullecía levemente. Volvió a silbar como cuando me detectó. A ver quién me mandaba a mí a meterme en Los Colorines. Aparecieron tres personas más, dos hombres de unos cuarenta años y un chaval de mi edad más o menos. Se pusieron tras el que me apuntaba y le dijeron algo al oído para que bajara el arma.

— Gracias — les dije bajando las manos.

— ¡Cállate! — me gritó uno de los hombres.

Siguieron hablando con el chaval y luego le dijeron que se fuera. El que me habló, que tenía una gran cicatriz en la mejilla izquierda, se acercó hasta ponerse a menos de un metro de mí. Alzó un brazo y me lo posó con fuerza en el hombro antes de decirme:

— ¿Qué haces aquí, no sabes que este sitio es mu peligroso? — me dijo despacio y sin dejar de mirarme a los ojos.

— Quiero una pistola— dije con toda la seguridad que conseguí reunir.

— ¿Para qué?

— Para suicidarme — le dije apretando la mirada.

La respuesta no se la esperaba el de la cicatriz, ni el otro hombre ni el chaval que los acompañaba. Cuando decidí venir hasta aquí sabía a lo que me exponía,  la fama de este barrio es bien sabida por todos los de la ciudad; nadie se atreve a venir hasta aquí, ni la poli ni las ambulancias. Hace un par de años quemaron tres autobuses en una semana. Pero pensaba que los riesgos no importaban porque venía a lo que venía. No se me ocurrió ningún otro lugar para encontrar una arma. En Estados Unidos esto no pasaría.
— ¿Y por qué no te pego un tiro y ya? — dijo el chaval que me había estado apuntando con la pistola, que había vuelto, y se acercaba a mí a pasos cortos y otra vez con el brazo extendido.

— ¡Migué, tate tranquilo! — dijo el hombre cicatrizado.

— Por mí bien — dije más chulo que un ocho.

— Pero vamo a ver, que yo me entere. ¿Pa qué coño te quiere suicidá tú?

— Eso es cosa mía — me enroqué.

— Mira, chaval, yo he estao en la cárcel tré veces, no te me pongas chulo que te pego un tiro.

Justo después de pronunciar estas palabras se quedó mudo y entendió que esa amenaza para mí era un regalo. Desprovisto del factor miedo, la cicatriz de su cara era menos aterradora. Se dio cuenta, por fin, de que podía hacerme lo que quisiera, que si me amenazaba con la pistola no surtiría el efecto deseado, más bien al contrario; en su cara se notaba que se estaba preguntando qué debía hacer.  Me soltó el hombro y volvió con sus compañeros y con el chaval de los ojos aceitunados, que seguía apuntándome, pero nadie le hacía caso. Y él a mí tampoco, me apuntaba sin mirarme, más atento a oír lo que decían sus colegas que a amedrentarme.
Discutieron durante unos minutos, yo permanecí inmóvil preguntándome por qué venderle una arma a alguien que te ha dicho que se va a suicidar es tan problemático. Esta gente, según los rumores, se liaba a tiros cada cierto tiempo, habiendo muertos muchas veces. Siempre se estaban vengando y seguramente todos habrían disparado un arma con intención de matar.

— O matarme vosotros, si no queréis venderme la pistola. Aunque preferiría hacerlo yo mismo, es más poético.

— ¡Shhhh! — me chistó el de la cicatriz.

—¡Cállate de una vez! — chilló con voz de rata el chaval de la pistola.

—¿O qué? — le contesté, otra vez más chulo que un ocho.

— ¿Quieres un gujerito chiquitito en medio la frente? — dijo ladeando la cabeza como un psicópata de hollywood.

— Sí, quiero — le dije a modo de novia en el altar.

El chaval movió la pistola como un negro del Bronx y parecía confuso. Miraba a sus amigos pidiendo ayuda para saber qué hacer. Comprendí que, quizás, era el único que nunca había disparado. En sus ojos creía adivinar que esperaba no tener que hacerlo nunca, todo era una pose para parecer un tipo duro. Los demás siguieron debatiendo unos minutos más, cuando hubieron terminado el de la cicatriz le hizo bajar el arma al chaval antes de venir a ponerme de nuevo la mano en el hombro.

— Mira, chaval, tienes huevos, lo reconozco. Pero no pueo venderte el arma. No vendo a gente de bien, me traería muchos problema. Lo entiendes,¿no? ¿Y si la poli encuentra la pistola y siguen el rastro hasta mí? Tengo que potegerme.

— Pues lo hago aquí y te quedas le pistola — le dije mientras sacaba mi cartera y le enseñaba los quinientos euros en billetes pequeños que hacían que casi reventaran las costuras — en cierta manera, es dinero gratis, como un regalo. Te quedas el dinero y luego recuperas la pistola, yo sólo necesito una bala. ¿Qué te parecen quinientos euros por una bala?

El hombre se llevó la mano a la nariz y se la acarició sopesando la situación. Quién me iba a decir a mí que iba a encontrar moral en el barrio más peligroso de la ciudad, donde las ambulancias, si entran, nunca llegan a tiempo para curar los balazos, o las puñaladas, de los que aquí viven. El hombre me miraba como quien se encuentra con un ovni por primera vez, sin saber si está soñando o no, sin ser capaz de entender qué está viviendo. Con lo fácil que sería que se cabreara y me pegara un tiro.