Los silencios.





Siempre que veo a Martina lo hago en el mismo sitio. Desde que descubriéramos el bar, a eso de mediados del dos mil diez, no nos hemos visto fuera de allí. Yo no voy con otra gente y supongo que ella hace lo mismo. Desde el primer momento nos gustó poderosamente. Creo que también ocupamos siempre los mismos sitios y es posible que hasta reproduzcamos las posturas de la vez anterior. 

Hemos conseguido crear un lugar en el que el tiempo se mantiene en suspenso, repitiendo en todos los relojes siempre el mismo sonido del mismo segundo sin cansarse; el tiempo aquí no fluye, solamente cambia de fase: pasa de sólido a líquido y a gaseoso, pero incólume al fin y al cabo. 

La razón de este encuentro han sido los meses que hemos pasados escondidos tras nuestros móviles tecleándonos, leyendo la vida del otro sin entonación ni ritmo; con embozadas sonrisas. 

¿Y qué tal, quedaste al final con Javier? —pregunté cuando nos sirvieron el café y el ruido de las cucharillas se pareció al trino de pajarillos salvajes.

Me he fijado en que le das las vueltas al café en el sentido de las agujas del reloj. Yo lo hago al contrario. Es curioso. 

Lo hago sin darme cuenta — dije fijándome por primera vez en el recorrido de la cuchara sobre la superficie. 

Quizás por eso has envejecido tanto — dijo Martina con una sonrisa.

¡Como si yo pudiera controlar esas cosas! — contesté levantando la taza para llevármela a los labios, dispuesto a beber. 

De una forma u otra todos podemos. Ahora, igual no de la forma o con el resultado que nos gustaría. 

Bueno, ¿me vas a contar lo de Javier ya, o no? — pregunté para saciar mi curiosidad

Sí, quedé el fin de semana con él. Estuvimos visitando carios bares pero ninguno nos convencía, así que fuimos a cenar a un lugar seguro. 

El Rincón del Tío Edu — dije. 

Exacto. Ya lo sabes. Si no sabes dónde ir, ve al Rincón del Tío Edu. 

Nunca defrauda.

Nunca. Bueno, lo que te decía; cenamos bien. Es un tipo divertido, con buenos juegos de palabras y coge las cosas como si no pesaran. Eso me gustó. 

¿Es simpático? — pregunté recordando a Cristo, el anterior pretendiente de Martina. 

Está dentro de la media. Tiene, también, algunos silencios bastante bonitos. 

Seguro que ninguno como el tuyo. 

¡Claro que no! Se necesitan muchos años para conseguir un silencio como el mío. Pero los suyos son más delicados, tienen algo de solemne; se parece un poco al silencio con el que me imagino que deberían pintar las bibliotecas. No. Se parece bastante más al del público en un concierto: hay un algo de impaciencia que pulula por él. Mi silencio es más duro, compacto incluso. Puede mecer y ablandar como afilarse y clavársete en la piel por los poros. 

Lo sé bien — asentí. 

¿Aún te duele lo que te pensé?

Es que lo oí en tus ojos. Atravesó mi carne saltándose la piel y esquivando los huesos. 

Lo siento. 

No te preocupes, no podemos controlar nuestras maldiciones. Pero sigue, porfa.  — dije acompañando mis palabras con un ademán de la mano. 

Sigo. También me contó cosas divertidas y me pasé casi toda la cena sonriendo. Le conté algo más de mí: le di el nombre de mi perra y un par de anécdotas de la universidad. Me cayó bien. 

¿Y después de la cena…? — pregunté sospechoso de que aún había más. 

¡Mira que eres cotilla! — se quejó Martina. 

Venga, no me seas. ¿Lo llevaste a tu casa? 

Sí. 

¿Subió?

Sí.

¿Y?

No.

¡Martina! No lo hagas. Me conozco ya la rutita. Primero los monosílabos cortantes, luego solamente moverás la cabeza y terminarás por poner esos ojos que tanto me sacan de quicio hasta que decidas dejar de torturarme.  Eres tú la que me has dicho de quedar, supongo que por algo será. 

Martina asintió sin mirarme. Tomó la taza entre ambas manos como hacen las mujeres en bata de las películas cuando tienen frío, Miró en todas direcciones y dijo: 

Ahí hay una terracita con un cenicero lleno de colillas. ¿Fumamos? 

Accedí y nos levantamos. Había, además del cenicero y el cielo sobre nuestras cabezas dos sillas bajas y una mesa proporcional al tamaño de éstas. Apoyé el culo directamente sobre la mesa y Martina se apoyó en la puerta, de pie. 

Pues subimos y saqué la botella de vino que tengo preparada para las visitas. 
Seguimos hablando tranquilamente, bastante animados, sumando un poco de confianza, ya sabes. Encontró muy buenas excusas para ir acercándose cada vez más, casi ni me di cuenta de sus maniobras. Hubo un par o tres de silencios bastante bonitos, sin tensión, al menos los dos primeros, suaves y tersos. Daba gusto estar en ellos, con la calle afuera desatada con sus borrachos cantarines y los tacones inestablemente arrítmicos martilleando el cemento. Cada uno miraba en una dirección y estoy segura de que coincidimos mirando el mismo punto sin saberlo. 

Martina hizo una pausa antes de seguir. 

Pero terminó ocurriendo lo que suele. He admirado sus silencios, pero todos tenían alguna nota, muy lejana y deformada, de impaciencia. ¿Tú sabes cómo suena eso? Es como un masticar figurado, se aplastan los segundos contra los molares, apretando las mandíbulas con fuerza, y el sonido de la saliva al tragar se convierte en algo atronador. Así el silencio se mancha de tiempo, se convierte en espera; la tensión muscular te prepara para el momento en el que tengas que reaccionar. Sentí que el pobre Javier masticaba palabras y sopesabas gestos. No me molestan estos silencios, ya los he sufrido muchas veces y sé lo que significan y lo que pregonan. Tampoco me sorprenden, la verdad. 

No a todo el mundo se le dan tan bien como a ti.

Ya lo sé. Hubo un momento en el que Javier decidió devorar el silencio creado entre ambos diciendo cosas que ya me había dicho e inventándose nuevas conversaciones que ya no me interesaban. Yo asentía y contestaba a las preguntas. Ya sabes, primero los monosílabos y luego los gestos con la cabeza. Empezó a incomodarse. Y cuando no aguantó más…

Te besó — terminé la frase. 

Me besó. Yo correspondí levemente echando los labios hacia delante para recibir los suyos con amabilidad, pero sin hospitalidad. Cuando él abrió sus fauces para liberar la lengua que habría de conquistar mi boca se lo impedí cerrando herméticamente los labios. Se separó y me miró confundido. Estoy tan acostumbrada a ese momento que ya no dudo ni me pongo nerviosa ni lo paso mal. Aguantamos la tensión y cuando encontró la excusa perfecta para el momento adecuado, se fue. 

Vaya, lo siento — dije entre una bocanada de humo que me resecó la garganta. 

Yo no. Me da rabia, pero no mucha, y desde luego no por él. El problema es mío, tú lo has dicho. 

¿Yo? 

Sí, lo has llamado maldición. Y tienes toda la razón. La gente, sobre todo los chicos con intenciones, toleran cierta cantidad de silencio, normalmente en pequeñas dosis. Cuando están más tiempo del que su cuerpo tolera decente se atoran y empiezan a pensar y las palabras se les reproducen como conejos; de una pareja, de golpe, salen mil crías que se mueven rápidas y sin criterio buscando huir por entre los dientes. Y terminan saliendo todas de golpe. Y luego, cuando se arrepienten de no haber podido controlarlas optan por la otra opción que les queda. 

El beso — dije, sabiéndome ya la historia. 

Exacto, el beso. Seguro que piensan: voy a matar este silencio desde la raíz, justo donde brota. Y estiran la boca y cierran los ojos arrojándose a la suerte de que les salga bien el experimento. ¡Como si los besos mataran el silencio! Si algo hacen es reproducirlo. Un buen beso, bien elegido, adornado y efectuado, en su momento y regalado con ternura y sana intención no deja voces ni ruidos tras de sí. El buen beso genera al contacto de los pares de labios un espacio de perfecta afonía, volviendo todos los pensamientos átonos, devolviendo a la lengua su sentido táctil. Y tras él, al menos a mí así me ocurre, los silencios se dulcifican. 

¿Y has vuelto a hablas con él? 

Nop. Ahora el silencio que me persigue es violento, doloso y lleno de venganza. Por eso sé a lo que te refieres cuando lo llamas maldición. Ese silencio que castiga y que busca hacer ver el enojo me perseguirá de por vida. La gente sólo utiliza el silencio como arma arrojadiza, nunca como hamaca, nunca como reposo. Pretenden con él castigar, ¡como si el silencio pudiera cortar, punzar o atravesar algo!

Dicen que duele más la indiferencia que los insultos. 

Lo que duele es el quedarte a solas contigo mismo. Porque el silencio, para llenarse, tira de todos los pensamientos que encuentra y los va echando delante de ti, para que los veas y te entretengan. Prueba a estar callado un rato, verás la de cosas que terminas diciéndote. Cuando no hablas parece que pasan más cosas. Yo sé que un silencio en una cita, en casa de uno de los dos, en el sofá, con el vino casi acabándose es complicado de gestionar. ¡Pero es que nadie, nadie, nadie es capaz de dejarlo terminar! Todos obsesionados con romperlo, como el hielo. ¡A los silencios hay que dejarlos derretirse, coño! Dejar que se pose y esperar a que decida continuar el vuelo. 

Cuando lo dices así parece fácil de hacer. Pero no lo es, nadie le presta tanta atención a los silencios como tú. 

Menos cuando lo sufren. Ahí todos buscando la forma de escapar. 

Igual deberías probar con algún chaval de la ONCE — dije intentando ser gracioso. 

¡Qué va! El silencio de los mudos es más superficial, muy metálico. 

Vaya — dije porque no supe qué decir ante esa respuesta. 

Lleva mucho tiempo esta obsesión mía en mi cabeza. He pensado, incluso, en que si algún día, por alguna pirueta de la suerte, puedo abrir una consulta para enseñar a la gente todo esto… ¿sabes cómo la llamaría? 

Dime.

Silencería. Silencios de encaje y demás complementos.

Joder, no suena mal — dije realmente sorprendido. 

Hay que darle aún un par de vueltas — dijo Martina fumando hacia el cielo.

El puente.



Volvía a casa de madrugada, atravesando las calles vacías de mitad de semana y su asfalto mojado con facilidad. El suelo reflejaba generoso las amarillentas luces de las farolas y los semáforos. Excepto en los charcos, donde se reflejaban las fachadas mudas de los edificios, las gotas iluminadas formaban pequeñas constelaciones que mis pasos destrozaban al pisarlas. El viento no traía sonido alguno y pude concentrarme en mí mismo con más facilidad que otras veces. 


Antes de abordar el puente reciclé una cerveza que aún llevaba en la mano. El ruido del cristal estallando contra el contenedor no despertó a nadie en ningún lado, pero a mí me pareció un estruendo atómico. Llegué a la boca del puente con la sensación de ir demasiado deprisa, decidí detenerme un segundo a liarme un cigarro. Las cervezas que me había tomado, unidas al blanco humo que tanto me colorea y compaña, hacían de esta noche en particular una muy buena noche; empecé a fumar en el primer adoquín. 

Vaya, sí que has tardado en volver. 

No me sorprendió oírla, al menos no todo lo que debería. Después de tanto tiempo uno no sabe cómo suenan las voces de la gente, puedes intentar recordarlas, pero la voz se va perdiendo y olvidando, se deshace hasta dejar solo el esqueleto de lo que se dijo. Pero cuando reaparecen, las recuerdas a la primera.  

Cruzo el puente muy a menudo y a muchas horas, creo que eres tú la que no ha estado. 

Veo que no has perdido la habilidad de esquivarte a ti mismo. ¿Cómo llecas eso de huir de tu propia cola, te entretiene?

Inhalé una generosa calada antes de responder a Calíope. 

A veces lo consigo, no te creas. 

Te creo — respondió otra voz conocida, la de Érato. 

Con el tiempo uno se vuelve un experto en esquivarse, esconderse y disfrazarse — respondí. 

Ya, pero ninguno de esos verbos es para siempre, querido. 

¡¿Pero cuántas sois?!

La última voz correspondía a Euterpe, que caminaba a mi derecha con su semblante de siempre. 

¿Por qué has tardado tanto? — Calíope hablaba sin mirarme. 

Y según vosotras, ¿dónde he estado, dónde se supone que estoy ahora? 

No volvamos a eso, ya no eres un niño; sabes de sobra que nosotras nunca, nunca, respondemos nada. 

Creí que igual las cosas habían cambiado — respondí. 

Las cosas no cambian, querido. ¿No es por eso por lo que eres tan bueno camuflándote? — Érato pronunció dulcemente cada palabra, sosteniendo el tono interrogativo en el aire unos segundos de más, embelleciéndolo. 

Prefiero pensar que me mimetizo. 

Tú puedes pensar lo que quieras de ti mismo — respondióme Érato. 

¿Por qué has tardado tanto? — Calíope insistía con voz cansada y amarga. 

Os he buscado varias veces, no es la primera vez que cruzo el puente a estas horas y en estas circunstancias. He mirado por la ventana más veces que las que me he asomado a un libro últimamente. ¿Dónde habéis estado vosotras, me habéis estado esquivando? 

¡Menuda insolencia! — estalló Érato. Asintieron Euterpe y Calíope, apoyando a su hermana. 

A nosotras no se nos puede encontrar; lo sabes de sobra. Puedes hacer todos los sacrificios que quieras, saltar y llorar, despellejar todas tus ideas y emociones, ahumarlas como tanto te gusta o dejarlas crecer. Pero nosotras no apareceremos — dijo Calíope, mirándome con sus ojos verdes por primera vez. 

¡Qué caprichosas sois! Os he necesitado muchas veces — confesé a media voz. 

El mundo es nuestro, querido. Podemos hacer lo que queramos. Yo misma vengo 
ahora de otro sitio, de otra cabeza que se marea por culpa de la congestión de pensamientos que deberían ser líquidos pero que se han espesado demasiado por la fiebre. 

Venimos — añadió severamente Euterpe. 

Eso, venimos — corrigióse Erató. 

¿De dónde? — pregunté curioso. 

Nosotras no respondemos. 

Ya lo sé, lo sé. ¿Y qué preguntas venís a hacerme para quitarme el sueño? 

Te hemos hecho una y aún no has respondido — Calíope parecía cada vez más ofuscada. 

Es que no sé qué decir… Un día os fuisteis y no volvisteis a aparecer. Pero decís que fui yo el que se fue. ¿Cómo puede ser eso? ¿Y por qué ahora he vuelto? ¿Qué he hecho, cómo me he movido para no saber que he recorrido el camino de vuelta? 

¿Nos has echado de menos? — preguntó Erató con voz dulce en mi oído. 

Sí, por su puesto, durante muchas noches. 

Te refugiaste en el nombre de otra de otra religión menos imaginativa. 

Estoy ahora mismo impregnado de ella…

Pero ya no te posee — Calíope rebajaba el tono afilado de sus intervenciones. 

¿Qué he hecho mal? — pregunté temeroso de que ésta vez sí respondieran. 

No respondemos preguntas. 

Eso me alivió. 

¿Sabes por qué estamos aquí, ahora? — preguntó Euterpe. 

Siendo tú la que me lo pregunta… supongo que sí. 

¿Y qué vas a hacer? — Erató se agarró del brazo que no tenía el cigarro y se apoyó en el hombro. 

Me gustaría que no os fuerais, pero no sé cómo hacer eso. Me encantaría poder controlar vuestras apariciones. Últimamente estoy lleno de imposibles que se desbordan por impronunciables, anegando toda mi boca y filtrándose por entre los dientes; intento apretarlos lo más fuerte que puedo, pero se siguen escapando y manchándolo todo. No creo que pueda limpiar yo solo todo este desastre. 

Eras un niño la primera vez que te besé — empezó a decir Calíope — tan indefenso que te provoqué fiebre…

Esa fui yo, perdona — la interrumpió Érato. 

¿No fue Talía? — pregunté recordando algo de mi pasado. 

Fui yo — sentenció Érato. 

… eras tan inocente y bueno, con tantas cosas dentro y tanto miedo inconsciente a tu alrededor — continuó Calíope — ¿te echas de menos? 
Se levantó un poco de viento y me despeinó. El puente estaba próximo a terminar y desde los paralelos llegaban los ecos de coches roncos. 

Supongo que sí. Pero no quiero volver. 

¿Quieres un beso? — preguntó Érato, aún colgada de mi brazo. 

Miré dentro de aquellos grandes ojos tan fijos en los míos. Me recorrió un intenso escalofría de sur a norte. Su perfume me recordó a alguna tarde de verano a oscuras, alejado del ruido de los niños jugando, sumido en el feroz enfrentamiento entre el folio en blanco y el corazón rebosante. El puente estaba a punto de consumirse, y con él, el cigarro. 

Bueno, nosotras nos vamos — dijo Euterpe.

¡Pero si aún no he respondido! — grité. 

Le das demasiada importancia a las respuestas. Estás obsesionado con ellas. ¡Con lo bonitas que son las preguntas! — Érato me hablaba ascendiendo la cabeza hasta situarla su nariz a pocos centímetros de la mía. Su aliento cálido me hacía cosquillas en el bigote. 

Has olvidado lo bien que se está entre las interrogaciones; la facilidad que tienen para mecer y colorear caprichosamente cualquier idea. Antes no solías perderte en la búsqueda, sabías cómo funcionaban las cosas. 

Aún lo sé — dije con un hilo de voz. 

¿Ah, sí? — preguntó Calíope levantando una ceja. 

¿Qué hay después de una pregunta? — preguntó Érato. 

Tardé en responder el tiempo que le quedaba al puente; y en el último paso, en el mismo instante en el que se consumía el último centímetro de adoquín y se aplastaban las luces reflejadas, tan amarillas como todas sus hermanas, suspiré y en voz alta dije: 

Tiempo.