Centros comerciales.
Estuve hace algún tiempo dando una vuelta con una amiga por
una gran superficie, un centro comercial tan limpio que mi cara se reflejaba en
el suelo y corría el riesgo de resbalarme a cada paso mal dado. Yo la
acompañaba porque ella me lo había pedido. Íbamos a mirar ropa, no a comprarla,
cosa que me sorprendió por parecerme una idea algo confusa, casi
contradictoria. No se puede ir a ver ropa y volverse, pensé yo. Esta amiga mía
es muy dulce, ingenua y harto infantil, pero en el mejor sentido de la palabra,
exactamente en el que significa bondad, alegría, cierta tendencia a la
bipolaridad y anchura de corazón. Me agarró de la mano y fuimos entrando en las
tiendas una por una. En todas se perdía entre las perchas como un perrino chico
que sale por primera vez al campo.
Cogía faldas y pantalones, sacaba perchas de
camisas y las ponía junto a los leggins, se divertía poniéndose delante del
espejo sujetando un conjunto y girando las caderas para verse completa. Yo la
miraba divertido pero sin entender nada. En una tienda me llevó frente a los
probadores y fue saliendo con un conjunto cada vez. ¿Cómo me queda? Y le quedaban todos genial.
Caminamos entre las tiendas, obviando unas cuantas sin ni
siquiera entrar. No hacía falta entrar en todas, ni mirar toda la ropa que
pudiera haber en ellas. Ella seleccionaba y se aceleraba cuando encontraba algo
de su gusto. Debo decir que, en contra de lo que hubiera pensado, al pasar más
tiempo recorriendo las tiendas, no me cansé más, ni sentí hastío; al contrario,
me sentí contagiado y hasta estuve a punto de entrar a probarme una camisa de
flores y unos pantalones tres tallas más pequeños que los que me corresponden.
Fue en este frenesí gratuito, pues ninguno compramos nada,
cuando entendí lo que fuimos a hacer, lo que todo el mundo va a hacer a los
centros comerciales. Éstos funcionan como museos de lo banal, templos
orgiásticos del individualismo colectivo. En ellos siempre hay música y casi
nunca relojes, los olores se mezclan con las sonrisas complacientes y pacientes
de los dependientes. Los niños quejándose, la famosa estampa del marido o novio
sentado cargado de bolsas, las caras sonrientes de los niños que han sacado
algo nuevo a su madre. La gran variedad de colores y formas, la distribución
aparentemente azarosa de los productos, las cajas al final de la tienda, los
maniquíes sin rostro que te sugieren que toda la ropa de allí te quedará bien.
¿Por qué no tienen rostro los maniquíes? Para que no sean más guapos que tú. De
las perchas no cuelga solamente ropa, cuelga una sensación, un estereotipo, una
ambición que anhela la diferenciación tanto como reclama la universalidad. En
una tienda te encuentras a gente muy distinta entre sí. Pero en todas siempre
hay más ropa de mujer que de hombre. Y me pregunté: ¿no pasará la igualdad,
también, por poner los mismos metros
cuadrados de productos para la mujer y para el hombre? Y luego pensé que si el
hombre es un ser más visual que la mujer... ¿no es lógico que sea la mujer la
que más se emperifolle y más tiempo dedique al colorido y la forma de la
vestimenta?
Pero mi amiga no veía lo mismo que yo, para ella todo
aquello era como ir al cine. Para ella la diversión estaba en imaginarse
comprándose la ropa y, con ella puesta, venir a comprar más. Para ella, y no sé
si sólo para ella, el imaginarse la ropa que se compraría si tuviera dinero es
un método de escape de su estrecha vida económica. Y para fantasear, aunque sea
en un centro comercial, no hace falta gastar un duro.
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