La imaginación.






 

— No intentes engañarme: sé que te has imaginado cosas conmigo — la voz de Martina buscaba arrancarme una confesión.

— ¿Y qué más te da? — intenté enrocarme.

— Quiero saber cómo me has imaginado. Saber si se acerca a la realidad o si tiene algo que ver con los sueños que he tenido contigo.

— ¿Tú también has soñado conmigo? — pregunté sorprendido.

— Ese no es el tema. He preguntado yo primero — Martina se inclinó hacia delante pero sin acercarse. Las piernas cruzadas sobre el sillón la mantenían con la espalda recta y el pelo le caía obediente sobre los hombros.

Una sonrisa llena de picardía apareció de entre sus labios y no pudo retener su imaginación, desbordándose toda sobre mí:

— Seguro que estábamos en tu casa y en un sofá — Martina miró a su alrededor y siguió diciendo: — seguro que yo estaba donde estoy ahora, y tú ahí — señaló y yo asentí ligeramente.

Los ojos se le entrecerraron pero pude ver un brillo de excitación entre el negro.

— ¿Era la primera vez que estaba en tu casa? — preguntó recabando información.

— No

— Llevaba una camiseta tuya, ¿no?

— Sí

— Y estaba descalza.

— Con calcetines.

— ¿Altos?

— Pero desgastados, se te caían y se arrugaban por encima del tobillo.

— Vaya, qué presencia. ¿Y cómo empieza la cosa? — Martina se divertía con la conversación.

— Estábamos hablando de algo y te moviste y me pillaste mirando.

— Vaya — me interrumpió — ¿me mirabas las piernas?

— Sí, estaban muy bien iluminadas. Pero no dijiste nada, yo supe que me pillaste porque luego mudaste la postura y las estiraste, dejándolas que se iluminasen enteras, preciosas. Entonces pensé en qué temperatura tendría tu piel, pues dudaba entre un calor tímido e incitante o un frío de brisa, refrescante y atractivo. Entonces miré hacia los labios entreabiertos que se te quedan cuando te quedas pensando en algo y los supe muy calientes.

— ¿Y eso?

— Porque me llamaban.

Martina no dijo nada, pero estiró las piernas. Me di cuenta del gesto, pero no dije nada y conseguí controlar mi mirada para que no se desviase de su cara.

— ¿Me acerqué yo? — Martina sujetaba la cerveza con ambas manos, pero apenas bebía.

— Claro, es mi imaginación — dije.

— Podías haberme seducido tú — contestó ella, rompiendo la obviedad con la que había pronunciado mi última frase.

— No tengo tanta imaginación — contesté.

— ¡Déjame adivinar! Me empecé acercando inocentemente, acumulándoseme la timidez, como siempre me pasa, en los ojos, los cuales siempre se me rezagan con las intenciones y tengo que arrastrarlos; pero en un salto ya estaba pegada a tu hombro…

— No. Te sentaste ahí — señalé al posabrazos del sofá — y estiraste las piernas sobre mí, sobresaliendo las puntas de los pies de mis muslos — la corregí.

— Cierto. Las piernas. ¿Y empecé a jugar con ellas, verdad? — asentí y la dejé continuar — claro, los calcetines, que son los pies, ¿no?

— Cada uno tiene sus fetiches — confesé medio sonriendo de vergüenza.

— Interesante. Ya veo por donde va la cosa. Empecé, supongo, a pisar despacio tu entrepierna, a arrastrar el pie de atrás hacia delante, buscando. Y me quitaste un calcetín.

— No. Me dijiste tú que te lo quitara.

— ¿Y no te resististe ni nada?

— No podía. Obedecí cogiéndolo desde la punta con dos dedos y me detuve a mirar cómo se estiraba primero y cómo iba dejando aparecer dulcemente la piel de los tobillos y del empeine, liberando al final los dedos.

— ¿Pintados?

— De burdeos, pero algo desgastada la pintura ya.

— Típico de mí.

Dijo Martina bebiendo por fin. Cuando hubo tragado siguió fantaseando:

— Y con tanto jueguecito seguro que te empezó a crecer, y eso a mí me excita mucho, y seguí jugando y eso siguió absorbiendo la sangre de tu cuerpo y creciendo hasta que tuve que meter una mano para sacarla y que no se asfixiase; pero aunque estaba bien y sana, supe que necesitaba reanimación y me vi en la obligación de masajearla. Nunca he hecho una paja con los pies, pero me imagino cómo es, además, los tengo muy suaves, seguro que te lo estabas pasando de lo lindo.

— ¡Cómo lo sabes! — dije con una excitación que no pude disimular.

— Pero seguro que es una postura que no se puede mantener mucho rato, y que al verla ahí con tanta gallardía me entraron ganas de agarrarla y apretarla entre mis manos. Así que me moví y me acerqué para tocarla mejor. ¿Te besé mientras te masturbaba?

— No. Te me acercaste y pensé que venías contra mi boca, pero giraste en el último segundo y enfrentaste con decisión mi oído para decirme: “¿y ahora qué?

— Suena muy sexy eso. ¿Qué respondiste?

— No podía hablar, me tapaste la boca con la mano libre.

— ¿Y con la otra qué hacía?

— Moverla de arriba hacia abajo, y cuando llegabas a la punta hacías algo raro con los dedos que me ponía los pelos de punta. Notaba los escalofríos escapárseme por los ojos, los cuales no podía apartar de los tuyos, que brillaban casi más que los míos. Y besé tímidamente la palma de la mano que aún mantenía cerrada mi boca — conforme le contaba, Martina se mostraba más interesada.

Se recolocó en el sofá y esta vez no pude reprimir una mirada furtiva que recorrió todo el largo de sus piernas. Ella no lo vio y siguió diciendo:

— A mí me gusta empezar lento y sin apretar demasiado, pero de vez en cuando cierro la mano con fuerza y decisión a la mitad para cortar un poco el flujo de sangre, así se colorea el glande y brilla. También me gusta mover la muñeca muy rápido solamente en la puntita, sólo rodeando con los dedos, sin hacer casi fuerza, con suavidad para que se resbale un poco la piel entre las yemas.

— Luego te sentaste encima de mí, pero no me la soltaste, me la agarraste con las dos manos y, sin dejar de mirarme me sonreíste con matices de timidez y picardía. Te divertías mucho.

— ¿Y tus manos? No me creo que estuvieras quieto todo el rato.

— Primero abrí las palmas y te agarré la espalda, te atraje hacia mi boca y te besé, pero huiste enseguida. Luego las fui bajando por encima de la camiseta deteniéndome en la fluctuación de los músculos, marcando tu contorno. Me detuve al llegar a las caderas, que se movían serpenteantes como si las agitara alguna extraña marea. Y las apreté y tú respiraste fuerte. Llevado por el ritmo que tú marcabas sobre mi cuerpo seguí bajándolas hasta llegar al horizonte de la camiseta con la carne y despejé la duda que tus piernas me sugirieron antes.

— Si se sabe acariciar muchas veces es lo más excitante de los preliminares — dijo Martina con seriedad.

— Tenías la piel fría — continué — me recordaba a una brisa primaveral silenciosa pero agradable. Noté cómo se te erizaban los poros tras el paso de mis dedos por las curvas de tus nalgas y descubrí sorprendido que eran del diámetro de mis manos, y como si eso fuera una señal divina las agarré y apreté cada dedo por separado, haciendo que se hundieran en la tersa carne que no dejaba de moverse. Aumentaste el ritmo y se acompasaron los jadeos desbocados de mis pulmones con tus manos juguetonas. Nos sostuvimos una mirada intensa, llena de energía y pletórica de deseos salpicados de sudor del otro que eran imposibles de esquivar sin violencia. Reflejos de posturas imposibles aparecían fugazmente en tus ojos y el relato de una historia que comienza con toda la ropa arrojada al suelo empezaba a formarse en tus labios. Y yo, que soy un devorador de esas historias, noté cómo la lengua empezaba a bullir de impaciencia por conquistar tu boca como si fuera el puerto de entrada al continente de tu cuerpo.

— Espero que llevara unas bragas bonitas.

— No las llegué a ver. En un parpadeo te erguiste sobre las rodillas y con gesto certero abriste hueco y te sentaste encima, derritiendo toda mi voluntad con tu interior. Intenté guiar con mis manos los movimientos circulares de tus caderas, pero con mucha elegancia te las quitaste de encima y las arrastraste hasta pasarlas por encima de mis hombros, colocándolas tras mi cabeza. Y ahí te robé un beso que te hizo mucha gracia, arqueaste la espalda a la vez que te apoyabas sobre las piernas para elevarte hasta casi sacártela del todo; ahí te detuviste unos segundos, deleitándote con mis ojos suplicantes, regodeándote en mi postura. Y antes de dejarte caer de golpe me regalaste una de las sonrisas más sexys que haya podido yo imaginar, la cual se estrelló contra mi boca, callándome un gemido con tus labios deshilachados de tanto mordértelos.

— ¡Bua! Me encanta ese brillo en los ojos que dices. Cuando me paro y él piensa: ¿qué pasa? ¿se acabó? Y entonces todos sus deseos me pertenecen y puedo jugar a lo que quiera. Todos sus nervios están atentos a mis movimientos. ¡Sois tan vulnerables así! ¿Y qué más pasó? — Martina sentía una curiosidad viva que latía en su imaginación con todo este asunto.

— Nada. Ahí termina.

— ¡Venga ya! Menuda mierda.

— A cada uno le llega la imaginación hasta donde le llega — dije terminándome la cerveza para ir a buscar otro par más.