Los rotos.



 


 

Rondaban las cuatro de la mañana y la cerveza, que hasta ahora había estado fluyendo torrencialmente por las gargantas, fertilizando las conversaciones, ahora formaba lagos en los estómagos hinchados. Las voces roncas y desafinadas quebraban el descanso de varios vecinos cantando himnos de juventud desenfrenada. En una de las esquinas de la azotea estábamos Eva y yo. Ella estaba apoyada con ambos codos, con las piernas cruzadas y con el cuerpo inclinado hacia delante, sobre la barandilla; fumaba mirando al final de la noche y hablaba gravemente. De vez en cuando bajaba la mirada para encontrarse con mis ojos, que la observaban sentados en un silla baja, de esas que se ponen delante del fuego para manipularlo. Nos habíamos alejado un poco de la fiesta, que se desarrollaba a cien por hora unos metros más allá. Eva no se sentía muy cómoda allí y a decir verdad, yo tampoco, por eso empezamos una conversación que duraba ya toda la noche, con la intención de no tener que prestar atención a los demás, que aunque nos caían bien, no estaban teniendo una borrachera agradable. Desde el otro extremo de la azotea llegó el ruido de una botella rompiéndose: el último litro que quedaba. Giramos la cabeza para ver qué había pasado. Los cristales rotos de color ambarino se esparcían por todo el suelo y una mancha oscura iba creciendo en el suelo, dirigiéndose hacia donde estábamos por culpa de la pendiente.

— ¿Ves? Siempre termina rompiéndose algo — dijo Eva absorta en el río que serpenteaba lentamente entre los baldosines levantados.

— Es lo que tiene el dejarse llevar.

— Eso me suena a eufemismo. Es muy pequeña la diferencia entre dejarse llevar y huir.

— ¿Crees que están huyendo de algo? — lancé una mirada hacia la fiesta, que pese a la desgracia del litro, seguía imparable. Varios estaban abrazados y se dedicaban palabras amorosas acompañadas de golpes de camaradería en el pecho. El alcohol y la noche los hacía quererse muchísimo.

— Claro que están huyendo. Nosotros también estamos huyendo.

— ¿De qué?

— Ellos ni idea. Nosotros huimos de ellos. ¿O acaso has hablado con alguno en las últimas dos horas?

Eva me lanzó una mirada inquisidora antes de dar la última calada al cigarrillo, luego lo dejo volar y acabó por estrellarse contra el suelo de la calle, estallando en diminutas chispas. Supongo que tenía razón. Si no hubiera estado hablando con ella me hubiera ido a mi casa hacía ya un buen puñado de horas. La razón misma de que yo estuviera allí era una huida, o un dejarme llevar, ahora empezaban a confundirse los conceptos en mi cabeza. Un día duro emocionalmente me había espoleado a salir y a no pensar en nada sino en la siguiente cerveza.

— Yo me siento como esta cerveza — Eva señaló al suelo. El río estaba a punto de llegar al final para caer los más de diez metros que nos separaban de la calle.

Nos quedamos en silencio observando la desembocadura. Tímidamente avanzaba, como si no quisiera llegar pero sin poder oponerse a la gravedad. Daba la sensación de que se agarraba a los baldosines para frenar, pero finalmente pasó lo que tenía que pasar y con un chorrito como de un niño pequeño al que su madre le ayuda a mear entre dos coches, la cerveza terminó su viaje.

— ¿En qué sentido? — pregunté.

— En mitad de la fiesta, rota y sin importarle a nadie. Mira como nadie ha recogido los cristales, o los esquivan o los pisan y trituran. ¿Has visto que ni se les ha ocurrido ir a por la fregona? Les da igual, no es suya la casa y eso significa barra libre para la suciedad; la irresponsabilidad siempre ensucia las cosas.

— ¿Estás rota? — me incliné hacia delante con la intención de posar una mano en su pierna, para que me sintiera cerca, pero con una mirada repentina y dura, entendí que no iba a aceptar con agrado esa muestra de cariño.

— Todos estamos rotos. Lo que nos diferencia es el tamaño de los trozos y la pericia para volver a unirlos. Si quieres, claro. Hay gente que camina por la vida con un hueco en el pecho, o en el cerebro, por el que todas las noches entran zumbones mosquitos que no dejan dormir. Normalmente, después de que algo estalle y se recojan los pedazos, se intenta reconstruir. ¿Qué usas como pegamento? ¿Hasta qué punto es agradable sostenerse entre las manos como un puzzle sin instrucciones?

— Eso no es del todo malo, queda el consuelo de que así te conoces mejor — dije, sin saber si necesitaba apoyo, comprensión o simplemente mis oídos para desahogarse.

— Ya, da igual lo que pase: siempre es una excusa para conocerte mejor, ¿verdad? Pero tienes razón. Cuando te sostienes entre las manos y piensas qué hacer contigo, por dónde empezar, como si sostuvieras una delicada criatura que no puede valerse por sí misma, sientes una responsabilidad enorme. La cabeza centrifuga ideas sobre la imposibilidad de volver a ser tú, se detiene en los pormenores trágicos, en las pequeñas pérdidas irrecuperables, en la posibilidad de estar siempre afilada. Pero entonces empiezas y al principio las piezas encajan casi sin esfuerzo; trozos grandes con picos puntiagudos forman la base, y se empieza atisbar la forma original. Depende de lo que se rompa necesitas añadir al pegamento algo más; en ocasiones, si se trata del amor, suelen funcionar las lágrimas, pero si se trata de las emociones, muchas veces la sangre coagulada une mejor los pedazos.

— ¿Y si son los pensamientos?

— Sabía que me ibas a entender — dijo tras una pausa de unos segundos, que utilizó para saborear mi pregunta, que por la mueca que se dibujó en sus labios, le había gustado.

— ¿A qué te refieres?

Eva se recolocó, girando su cuerpo para ponerse frente a mí, el brazo apoyado descuidadamente en la barandilla y un nuevo cigarro saliendo del paquete. Los de la fiesta estaban desapareciendo, al no quedar ya cerveza las ganas de seguir de pie se evaporaban. Divididos en pequeños grupos iban bajando, quien sabe si al piso o a sus casas. Uno de ellos hizo el ademán de acercarse a nosotros, pero un gesto de la cabeza de Eva lo detuvo. Tras unos segundos dubitativo, se encogió de hombros y masculló algo antes de que su cara se contrajera en una mueca amarga. Luego giró sobre sí mismo y de un salto se metió por la puerta. Cuando el silencio se hizo más denso, sólo resquebrajado por voces y ladridos lejanos, Eva, que había estado mirándome como si pudiera ver mi interior, sonrió.

— Yo tengo una especial predilección por las cosas rotas. Pero no te creas que es porque me siento capaz de arreglar nada, más bien es porque me gusta la historia que esconden los pedazos, las astillas; observo el filo de cada trozo, algunos son cuchillos, otros alfileres y unos pocos son romos. Lo roto tiene una promesa dentro de sí que augura un nuevo comienzo, como si las partes separadas, al mantenerse lejos el suficiente tiempo, pudieran, al reunirse, formar otra cosa distinta a la que fue. La rotura es, en mi infantil imaginación que aún busca la magia, una nueva posibilidad de cambiar. Pero lo que pasa es que yo no soy buena con las manualidades. Siempre he tendido más a la cicatrización que a la sutura. Pero si dejas que sea el tiempo quien cure las heridas no puedes quejarte de que falten cosas, o que no estén en su sitio, pues en el suelo, tras estallar, las esquirlas se dispersan y confunden, y si lo que se ha roto es la taza donde calentabas el amor que te despierta por las mañanas, igual es imposible reconstruir el asa, y a partir de ahora tienes que quemarte las manos si mediste mal el tiempo en el microondas. Yo sé que tú también estás roto, por eso me entiendes. Veo en tu superficie huecos en blanco, agujeros negros que se tragan mi mirada. Sé de lo que hablo, mis ojos son una linterna que ausculta la oscuridad. Otro problema que surge de las cosas rotas es que se vierte lo que dentro se ponga. Yo he tenido rota la autoestima mucho tiempo, la intenté pegar como la recordaba; conseguí que se pareciera después de darle muchas vueltas, pero faltaban algunos trocitos, de tamaño insignificante, pero que, cuando se llenaba, si se la zarandeaba un poco, se escapaban pequeñas agujas de agua, delgadas y finas, en todas direcciones. Tardaba mucho en vaciarse, pero la presión del agua por salir por tan estrecho hueco, horadaba y descascarillaba los bordes, abriéndose espacio poco a poco. Esa autoestima desparramada salpicaba a los demás, y un poco vale, pero un chorro constante, molesta. Y si te empeñas en tenerla siempre llena, acaba por volver a estallar. La putada son los agujeros en la base, pues entonces no importa la cantidad que quede, se va a perder y cuando las vasijas se secan se endurecen, y al mínimo golpe se vuelven a romper. Lo roto tiene esa historia trágica dentro.

— ¿Y a ti qué es lo que te falta? — pregunté, con toda la curiosidad del mundo.

— Esas cosas no se preguntan.

— ¿Por qué no?

— Porque nunca podría saberlo. ¿Qué me falta? ¿Ese hueco a llenar tiene que ser cubierto con una pieza única, de forma perfecta y precisa, o, por el contrario, puedo hacer tangram con lo que me encuentro, me dejan o me dan, hasta cubrir la forma? Yo estoy rota porque las piezas que me conforman están diferenciadas por las grietas que establecen las fronteras de cada cataclismo, piezas supervivientes de tormentas, incendios y terremotos; no todas son mías, hay gente que antes que buscar para pegarse a sí mismo, si ve que te puede servir una parte, te la da. O se la quitas, si no te importa en absoluto. Yo tenía guardado mi amor en un frasquito, bastaba una gota, para tintar años enteros de lo concentrado que era. Cuando, después de muchos experimentos de alquimia emocional, conseguí volver a fabricarlo, no lo guardé en el mismo sitio. Hubo alguien que me dijo que guardar las cosas importantes en frascos de cristal es postureo, que la belleza de lo trágico que pueda pasar ya ha perdido su sacralidad, que lo metiera un algo que aguantase mejor los golpes. Y desde entonces el amor me sabe más a plástico, pero no se me rompe.

— Tienes razón. Te entiendo perfectamente. Nunca lo habría pensado con esas palabras, pero ahora que lo dices, lo siento más o menos igual. Sí es cierto que no he llegado a pensarlo tanto, pero veo claramente a lo que te refieres. Lo roto siempre es testigo de una tragedia. A mí se me rompió la amistad con martillo, a golpes llenos de rabia contra el muro que sostenía mi mundo. E intenté reconstruirla, no ya el muro, pues con los pesados bloques rotos podría construirme otra cosa… e hice un altar. Es bastante tosco y aún no consigo iluminarlo bien por las noches, pero lo que tienen los altares es que es son lugares donde se va a rendir tributo, un lugar de peregrinación donde ocurren liturgias; no es un comedor, no es un salón, que son el tipo de construcciones típicas de la amistad occidental.

— Mis construcciones suelen ser más pequeñas, no tengo grandes bloques ni pretendo faraónicas arquitecturas a las que recluirme.

— Yo tengo varias ruinas llenas de vegetación y vida.

— Yo soy más como una habitación desordenada llena de cosas; se me rompen muchas cosas sobre el polvo que no sabía que aún tenía.

— ¿Y por qué decías que te sentías como esa cerveza? — señalé la mancha negra que había dejado la cerveza al secarse. Pequeñas islas de vidrio estaban en medio del cauce, brillando tímidamente.

— Porque nadie le presta atención. Se rompe y además es gracioso, es un: “qué putada tío” que no demanda reparación, es una pena, nada más. Nadie se lamenta ni se maldice por una cerveza rota, si fuera una copa cara sí que habría caras largas y enfados. Algo en lo que la gente no se molesta en limpiar, que se evapore, si total. Y ha sido verla, porque se la estaban pasando en plan guay, y uno ha intentado cogerla con una mano y no ha sido capaz. Hay cosas que importan que se rompan y otras que no. Es una tontería, pero lo he visto y no he podido evitar pensarlo — la mirada de Eva se perdía ahora por el hueco de la puerta.

Un bostezo repentino interrumpió la conversación como la llamada a comer de una madre. A Eva se le alagaron los ojos y, llenos de pequeñas gotas de sueño que brillaban anaranjadas por las farolas, me dijo que estaba cansada. Yo, que no le había prestado atención alguna a mi cuerpo durante la conversación, me sentí pesado y mareado, con los músculos demasiado relajados. Me levanté y bajamos las escaleras en silencio y cuando llegamos a la encrucijada en la que cada uno iba a casa por direcciones opuestas, antes de separarnos, saltó hacia mí y me dio un beso en la mejilla. Yo lo recibí sin reaccionar. Mientras se alejaba me dijo:

— Eso es un parche. No es mucho, pero algo ayuda. Gracias por escucharme.

Y me quedé mirando cómo se alejaba hasta que giró una esquina.