La maleta.

29 de abril 2015.


La maleta.





Son aún las cuatro de la mañana y no he terminado de preparar la maleta. El tren sale a las seis y no creo que pueda dormir. Mis padres duermen e ignoran mis miedos y mis dudas, mejor así. ¡Lo que cuesta llenar una maleta de despedida! La ropa es lo de menos, tengo que llevarme casi toda la que tengo. 
-¿No te vas a llevar ninguna de las fotos del salón? - hablo conmigo mismo. 
¿Hasta que punto es bueno llevarse los recuerdos? Lo que más abulta de las maletas de despedida no es la ropa o el portátil, son los recuerdos, las dudas y los miedos. 
Aún no la he cerrado, pero sé que me va a tocar sentarme encima de la tapa para que encajen todos los futuros posibles, los buenos y los malos; aún más presión necesitará para que encajen las piezas del pasado. ¿Hasta dónde se dejan arrastrar las emociones? ¿Hasta dónde los sentimientos? 
Al fondo de todas las cosas va lo esencial, lo que es lo primero que recuerdas cuando piensas que tienes que trasladarte, lo innegociable y fundamental; los cimientos del traslado. Encima puedes poner lo que te venga en gana, no hace falta ni que la ropa esté bien doblada, no hay que encontrar lo superficial a la primera, sólo tenerlo a mano. Lo importante ha de estar escondido, pero ha de estar. Una frase de un poema del Tao Te Ching dice que lo esencial es invisible a los ojos. 
A punto estoy de coger el perfume de ella y el suavizante de su madre y esconderlo en algún bolsillo con cremallera. 
-Da igual todo, una vez que no vuelvas todo cambiará - me sigo hablando. 
Si todo va a cambiar aún es más importante mantenerse firme en lo que uno cree. Los cambios son vientos, pero mi barco ha de mantener su propio rumbo. Quizás obstinado, testarudo, quizás valiente y decidido. Me siento como navegando de noche con las estrellas encendidas. 
Voy metiendo cada vez más cosas, con cada una me pregunto si de verdad es necesario llevármela. Si esto se prolonga terminaré por llevarme toda mi casa atada en un hatillo, con mis padres dentro zarandeándose y quejándose por la falta de oxígeno. 
Vuelvo a abrir el armario y la voz de mi cabeza me dice que no me olvide de los monstruos. 
-Debes llevártelos - me susurra al oído y me apoya una mano imaginaria en mi hombro. - ¿qué sería de ti sin ellos? 
Y tiene razón. Debe uno siempre dejar hueco para los demonios. Luces suele haber en todos lados, en los chinos puedes comprar un caza sueños de placebo que da el pego. Pero los miedos, los monstruos son intransferibles. ¡Cómo no llevarlos! 
Rebusco en la oscura habitación llena de ropa y hecha de madera. A tientas golpeo camisetas y pantalones esperando que alguno me agarre la mano y poder atraparlo. Toda la vida pensando que los monstruos se escondían para asustarme y no entendía que era yo quien los aterrorizaba. Por eso sólo salen cuando estoy dormido, y me miran y si me muevo se vuelven a esconder. ¿A dónde van cuando me paso las noches en vela? ¿Necesitarán ir a mear, y si es así, a dónde van cuando no duermo? 
No consigo encontrar a ninguno, pero no me desespero, sabrán encontrarme. Por mucho que me teman no pueden vivir sin mi, como yo sin ellos. 
Me siento para fumarme un cigarro de madrugada, que me da la sensación de que son los que más ruido hacen. Oigo el chisporroteo de la brasa consumiendo el papel, incluso creo oír cómo va ascendiendo el humo hasta el techo y busca una salida. A la gente no le molesta que te quieras matar, les molesta que el aire huela a tabaco. Me sonrío ante este pensamiento. Hoy en día a la gente le molestan cada vez más cosas, y a mí cada vez menos. Otra vez navegando por la noche. ¿Habrá algún faro que se apiade de mi? ¿Y por qué un faro, no puedo salvarme yo solo, no puede salvarme sólo el universo? ¿Es necesaria otra persona para que no me estrelle? 
Pienso en metáforas marítimas y en la gente. Pienso en que estoy perdido a la deriva y sólo llevo un ancla. ¿Para qué? Para pararme a mirar a mi alrededor. Un ancla es un punto de inflexión, una llamada a la pausa y la reconsideración de la perspectiva. Las mareas suben y bajan, se eleva la quilla hacia el cielo y zozobra el casco, todo cruje, pero no me muevo. 
Llevo cuatro horas preparando la maleta y todo parece como al principio. Hay cosas que por muy lejos que queramos irnos no podemos cambiar. Y eso no se arregla ni aunque me prepare la maleta mi madre. 


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