El puente.



Volvía a casa de madrugada, atravesando las calles vacías de mitad de semana y su asfalto mojado con facilidad. El suelo reflejaba generoso las amarillentas luces de las farolas y los semáforos. Excepto en los charcos, donde se reflejaban las fachadas mudas de los edificios, las gotas iluminadas formaban pequeñas constelaciones que mis pasos destrozaban al pisarlas. El viento no traía sonido alguno y pude concentrarme en mí mismo con más facilidad que otras veces. 


Antes de abordar el puente reciclé una cerveza que aún llevaba en la mano. El ruido del cristal estallando contra el contenedor no despertó a nadie en ningún lado, pero a mí me pareció un estruendo atómico. Llegué a la boca del puente con la sensación de ir demasiado deprisa, decidí detenerme un segundo a liarme un cigarro. Las cervezas que me había tomado, unidas al blanco humo que tanto me colorea y compaña, hacían de esta noche en particular una muy buena noche; empecé a fumar en el primer adoquín. 

Vaya, sí que has tardado en volver. 

No me sorprendió oírla, al menos no todo lo que debería. Después de tanto tiempo uno no sabe cómo suenan las voces de la gente, puedes intentar recordarlas, pero la voz se va perdiendo y olvidando, se deshace hasta dejar solo el esqueleto de lo que se dijo. Pero cuando reaparecen, las recuerdas a la primera.  

Cruzo el puente muy a menudo y a muchas horas, creo que eres tú la que no ha estado. 

Veo que no has perdido la habilidad de esquivarte a ti mismo. ¿Cómo llecas eso de huir de tu propia cola, te entretiene?

Inhalé una generosa calada antes de responder a Calíope. 

A veces lo consigo, no te creas. 

Te creo — respondió otra voz conocida, la de Érato. 

Con el tiempo uno se vuelve un experto en esquivarse, esconderse y disfrazarse — respondí. 

Ya, pero ninguno de esos verbos es para siempre, querido. 

¡¿Pero cuántas sois?!

La última voz correspondía a Euterpe, que caminaba a mi derecha con su semblante de siempre. 

¿Por qué has tardado tanto? — Calíope hablaba sin mirarme. 

Y según vosotras, ¿dónde he estado, dónde se supone que estoy ahora? 

No volvamos a eso, ya no eres un niño; sabes de sobra que nosotras nunca, nunca, respondemos nada. 

Creí que igual las cosas habían cambiado — respondí. 

Las cosas no cambian, querido. ¿No es por eso por lo que eres tan bueno camuflándote? — Érato pronunció dulcemente cada palabra, sosteniendo el tono interrogativo en el aire unos segundos de más, embelleciéndolo. 

Prefiero pensar que me mimetizo. 

Tú puedes pensar lo que quieras de ti mismo — respondióme Érato. 

¿Por qué has tardado tanto? — Calíope insistía con voz cansada y amarga. 

Os he buscado varias veces, no es la primera vez que cruzo el puente a estas horas y en estas circunstancias. He mirado por la ventana más veces que las que me he asomado a un libro últimamente. ¿Dónde habéis estado vosotras, me habéis estado esquivando? 

¡Menuda insolencia! — estalló Érato. Asintieron Euterpe y Calíope, apoyando a su hermana. 

A nosotras no se nos puede encontrar; lo sabes de sobra. Puedes hacer todos los sacrificios que quieras, saltar y llorar, despellejar todas tus ideas y emociones, ahumarlas como tanto te gusta o dejarlas crecer. Pero nosotras no apareceremos — dijo Calíope, mirándome con sus ojos verdes por primera vez. 

¡Qué caprichosas sois! Os he necesitado muchas veces — confesé a media voz. 

El mundo es nuestro, querido. Podemos hacer lo que queramos. Yo misma vengo 
ahora de otro sitio, de otra cabeza que se marea por culpa de la congestión de pensamientos que deberían ser líquidos pero que se han espesado demasiado por la fiebre. 

Venimos — añadió severamente Euterpe. 

Eso, venimos — corrigióse Erató. 

¿De dónde? — pregunté curioso. 

Nosotras no respondemos. 

Ya lo sé, lo sé. ¿Y qué preguntas venís a hacerme para quitarme el sueño? 

Te hemos hecho una y aún no has respondido — Calíope parecía cada vez más ofuscada. 

Es que no sé qué decir… Un día os fuisteis y no volvisteis a aparecer. Pero decís que fui yo el que se fue. ¿Cómo puede ser eso? ¿Y por qué ahora he vuelto? ¿Qué he hecho, cómo me he movido para no saber que he recorrido el camino de vuelta? 

¿Nos has echado de menos? — preguntó Erató con voz dulce en mi oído. 

Sí, por su puesto, durante muchas noches. 

Te refugiaste en el nombre de otra de otra religión menos imaginativa. 

Estoy ahora mismo impregnado de ella…

Pero ya no te posee — Calíope rebajaba el tono afilado de sus intervenciones. 

¿Qué he hecho mal? — pregunté temeroso de que ésta vez sí respondieran. 

No respondemos preguntas. 

Eso me alivió. 

¿Sabes por qué estamos aquí, ahora? — preguntó Euterpe. 

Siendo tú la que me lo pregunta… supongo que sí. 

¿Y qué vas a hacer? — Erató se agarró del brazo que no tenía el cigarro y se apoyó en el hombro. 

Me gustaría que no os fuerais, pero no sé cómo hacer eso. Me encantaría poder controlar vuestras apariciones. Últimamente estoy lleno de imposibles que se desbordan por impronunciables, anegando toda mi boca y filtrándose por entre los dientes; intento apretarlos lo más fuerte que puedo, pero se siguen escapando y manchándolo todo. No creo que pueda limpiar yo solo todo este desastre. 

Eras un niño la primera vez que te besé — empezó a decir Calíope — tan indefenso que te provoqué fiebre…

Esa fui yo, perdona — la interrumpió Érato. 

¿No fue Talía? — pregunté recordando algo de mi pasado. 

Fui yo — sentenció Érato. 

… eras tan inocente y bueno, con tantas cosas dentro y tanto miedo inconsciente a tu alrededor — continuó Calíope — ¿te echas de menos? 
Se levantó un poco de viento y me despeinó. El puente estaba próximo a terminar y desde los paralelos llegaban los ecos de coches roncos. 

Supongo que sí. Pero no quiero volver. 

¿Quieres un beso? — preguntó Érato, aún colgada de mi brazo. 

Miré dentro de aquellos grandes ojos tan fijos en los míos. Me recorrió un intenso escalofría de sur a norte. Su perfume me recordó a alguna tarde de verano a oscuras, alejado del ruido de los niños jugando, sumido en el feroz enfrentamiento entre el folio en blanco y el corazón rebosante. El puente estaba a punto de consumirse, y con él, el cigarro. 

Bueno, nosotras nos vamos — dijo Euterpe.

¡Pero si aún no he respondido! — grité. 

Le das demasiada importancia a las respuestas. Estás obsesionado con ellas. ¡Con lo bonitas que son las preguntas! — Érato me hablaba ascendiendo la cabeza hasta situarla su nariz a pocos centímetros de la mía. Su aliento cálido me hacía cosquillas en el bigote. 

Has olvidado lo bien que se está entre las interrogaciones; la facilidad que tienen para mecer y colorear caprichosamente cualquier idea. Antes no solías perderte en la búsqueda, sabías cómo funcionaban las cosas. 

Aún lo sé — dije con un hilo de voz. 

¿Ah, sí? — preguntó Calíope levantando una ceja. 

¿Qué hay después de una pregunta? — preguntó Érato. 

Tardé en responder el tiempo que le quedaba al puente; y en el último paso, en el mismo instante en el que se consumía el último centímetro de adoquín y se aplastaban las luces reflejadas, tan amarillas como todas sus hermanas, suspiré y en voz alta dije: 

Tiempo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario