El espectador y los actores.

10 de febrero 2016

El espectador y los actores.




Veo como la gente fluye en ríos que buscan ir a mear. Niñas se agarran de las manos en filas de cinco o seis. Muchos cuellos se giran ante las minifaldas y las medias, ante los leggins apretados. Todo el mundo está disfrazado, hay decenas de miles de pelucas rosas, muchos tíos en falda y con tetas, muchas chicas disfrazadas de futbolistas, de swat, de conejitas y bailarinas. Hoy todo el mundo tiene una excusa para estar de buen humor, el colorido y los tambores han tomado la ciudad y da igual que llueva o que haga frío. Todos los años lo mismo, ya han llegado los días en los que el buen humor y la música en directo espolea nuestros sentimientos y desata los hielos de los cubatas.

Yo, como siempre y como en cualquier lado, no me muevo. ¿Para qué? Hace años que ya no tengo la necesidad de salir a buscar a nadie; si camino no voy a encontrar a nadie a quien me alegre saludar más de un ¡ey, ¿qué pasa? fugaz y casi mentiroso. Y nadie tiene la intención de encontrarse conmigo. Me siento al lado de las palmeras y miro y hablo y bebo y fumo. Siempre he sido más espectador que actor, soy más el que paga para divertirse que el que cobra para mentir. Me gusta que me mientan como me mienten los actores, me gusta que me mientan como me mienten los carnavales. Para mí todas las mujeres disfrazadas tienen su no sé qué. Y todas van vestidas de algo, sobre todo las que no llevan trajes de los chinos y van con su bufanda de comprar en el Mercadona y su sonrisa triste de no querer estar allí. Hace unos años me encontré con una bailarina de peluca lila y mirada chispeante de ron. No hablé con ella, no estuve a menos de cinco metros de ella, creo. Pero la miré y me miró, y la vi. Entendí el disfraz y la actitud que lleva inherente, como si fuera la protagonista de una película. Me gustó su mentira tanto que me pregunté por su verdad, ¿quién sería, qué color de pelo sería el natural? Preguntas que sólo duran lo que dura el botellón. Nada interesante.

Pero ahora, sentado y sin pasar frío, miro a mi alrededor y pienso en la gente moviéndose y me acuerdo de cuando tenía que remover la tinaja con aceitunas de mi tío. Siempre hay gente moviéndose en alguna dirección, yendo o volviendo de algún sitio; todos sonrientes y casi bailando. También hay parejas que se apoyan en una papelera y se besan. Un cura intenta llevarse a una bombera al confesionario con la escusa del espíritu santo. Un jugador de fútbol americano alardea de músculos de plástico ante una abeja que bebe en pajita y oscila ligeramente sus caderas. Niños de trece años son sujetados por sus amigos que, descojonados, intentan que se recupere de la borrachera. Y nadie hace nada. Ni yo.

Me gusta estar en mitad de todo, como cuando colocamos la bolsa de hielo en un sitio desierto y ahora hay caminos hechos de espaldas encontradas que atraviesan la masa como los senderos de las cabras. Da igual dónde te pongas, siempre va a pasar alguien por tu lado. Desde donde estoy nadie repara en mí, ni para pedirme tabaco, cosa que me alegra esta noche porque estoy especialmente alegre y acabaría por regalarlo casi todo.


Bebo un trago largo de mi copa y pienso que soy como un niño grande en el cine, que en lugar de palomitas bebe gintonics y que mira atentamente al fascinante espectáculo que tiene delante. Porque todo lo que veo son representaciones, interpretaciones desinhibidas de aquellos que se han liberado de su cara y su aspecto y se sienten invisibles y divertidos. No existe otra cosa que no sea el disfraz, no hay disfrazado, no hay pasado en una noche que cada año se repite como un ritual necesario para todos; porque es muy divertido disfrazarse de lo que sea con tal de no ser uno mismo. 

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