El vivo recuerdo.

1 de febrero 2015

El vivo recuerdo.



Fueron las noches en vela, todas acumuladas y sumadas, las que hicieron que se prendiera la llama; así, el fuego resultante de todas las ardientes individualidades iluminaba la estancia, y la calentaba. El humo negro de la barbacoa ascendía fuera, tostando la carne y el blanco del tabaco se mantenía suspendido sobre nuestras cabezas, alimentándose de nuestras animadas charlas, saltando de la boca de cada uno; y parecía que cada cigarrillo era una antorcha que sujetábamos para vencer a la oscuridad. A quien se le diga que aquella reunión era por motivo de un funeral, que la escusa para volver a vernos todos era un entierro, que en la pérdida encontraríamos un lugar donde florecieran las sonrisas, donde abundaran los chistes malos, un lugar donde reinaran las anécdotas, donde pudiéramos bailar para deleite y regocijo de todos... nos hubiera tachado de locos, de faltos de sentimiento, incluso de faltar a la memoria de quien, por motivo de su muerte, nos había reunido. Pero es en la muerte donde la vida cobra sentido, donde gana fuerza y poder, haciéndose preciosa, como un regalo, como la primavera, tan llena de colores y sonidos que es imposible mantenerse al margen, y ya sea por alergia o alegría, por originalidad o contagio, todo se tiñe de los mismos colores, no dejando a nadie caer en los tonos plomizos y lúgubres que, se supone, deben seguir a la muerte. Mi abuela recién fallecida nos miraba desde nuestros recuerdos con la cara que siempre ponía al vernos reunidos, al girar todo entorno a ella, la más mayor y poderosa fuerza de unión de la familia. Y, sinceramente pienso, que estando todos allí, reunidos y alegres, distraídos y ceremoniosos, éramos invencibles; habíamos superado el dolor que nos causaba la pérdida de quien siempre estuvo ahí, de la primera que llegó, de la que nació todo, la que era motivo fundamental de nuestra existencia y, de forma indirecta, de nuestra alegría. Se fue en paz, se fue dormida, con todos en las faldas de su cama. Pudiera haber sido un momento triste, pero no lo era, no lo puede ser nunca cuando alguien se va dejando sólo buenos recuerdos, cuando su memoria se convierte en algo alegre y lleno de bondad. Despedimos a mi abuela como se debe aceptar la muerte natural, con más vida, con más ganas de seguir viéndonos, deseosos de encontrar otras escusas que fueran el motivo de muchas más reuniones futuras. Y entendí, más que nunca, que la muerte es consecuencia de la vida, y viceversa. Por eso ella siempre estará cuando nos reunamos todos como siempre estuvo, sentada en su sillón, tímida y encogida cerca del fuego; traspasando su espíritu la amarga sensación de la pérdida, quedando sólo lo cálido, como una vela dentro de cada uno que, al unirnos, crea una hoguera donde podemos reunirnos a comer y beber, a cantar y reír, todos embriagados de amor familiar; una luz que brilla a través del tiempo, por encima de la muerte, siempre dentro de nosotros, de por vida. 

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