La ruptura.





 

El pitido del microondas me sobresaltó ligeramente y aproveché ese impulso para levantarme como un resorte e ir a sacar las dos tazas que se habían cansado de bailar. Odio cuando tienes calculado el tiempo que se necesita para que las infusiones no quemen demasiado y, en un descuido, metes la taza que te regalaron, comprada en el aeropuerto o en algún chino y que se calienta siempre mucho más y mucho antes que el café que contiene. Cuando la coges te quemas, pero si pruebas su contenido, sigue frío. Por suerte esta vez ambas tazas eran de buena cerámica y todo estaba perfecto.

— ¿Azúcar o sacarina? — pregunté a Alejandro, que seguía en la misma postura que había adoptado al dejarse caer en el sillón como un peso muerto.

— Azúcar, por favor — respondió con un hilo de voz.

Dispuse las tazas, el azucarero, las cucharillas y las servilletas en un bandeja para transportarlo todo mejor y más elegantemente. Sólo uso las bandejas que regalaron a mi madre por una compra en el supermercado cuando tengo visitas, y siempre tengo que pasarles un paño húmedo antes para quitarles el polvo de la inactividad y la reclusión en la alacena. Las cucharillas chocaron entre sí tímidamente al apoyar la bandeja en la mesa. Alejandro puso en marcha su cuerpo pesadamente; con movimientos lentos y llenos de gravedad se fue acercando a la mesita a prepararse el café a su gusto. Se sirvió dos generosas cucharadas de azúcar y comenzó a darle vueltas al café para disolverla y enfriarlo.

Yo siempre realizo el mismo ritual en el café de por la tarde. Y en el primero de la mañana también, pero como suelo efectuarlo aún dormitando no suelo prestarle atención y muchas veces pienso que no lo he hecho en orden, pero poco importa eso. Primero echo el azúcar y remuevo un poco, luego dejo la cuchara muerta, la cual gira media vuelta o incluso menos antes de quedarse estática apoyada en la taza mientras el café sigue girando unos segundos. Ese tiempo lo empleo en liarme un cigarrillo sin prisa y enlazando cada acción con suavidad: como lo primero que cojo de todo es la boquilla me la sostengo en el hueco de la oreja, después cojo el tabaco y lo vierto directamente sobre el papel, ya dispuesto entre mis dedos. Lo extiendo con el índice de mi mano derecha, lo aplasto y extiendo para ocupar todo lo largo del papelillo. Recojo la boquilla y la pongo en el extremo pertinente y empiezo a girar con los dedos hasta dejarlo todo bien prensado y luego, con la pericia que me dan todos mis años de fumador, entremeto un extremo entre el tabaco y el papel a la altura del filtro para hacer el tubo. Una vez que ya tiene la forma deseada estiro la lengua, me acerco el cigarrillo y lamo el pegamento de una sola vez y de izquierda a derecha, luego lo pego y, para terminar, extraigo la piedra del mechero y la introduzco para compactar mejor todas las hebras del final, que siempre quedan más sueltas. Luego me lo enciendo y tras la primera calada, bebo el primer sorbo.

El proceder de Alejandro era bastante más sencillo: él fuma tabaco industrial. Cuando ambos estuvimos humeando seguimos la conversación.

— Bueno, ¿dónde lo habíamos dejado? — pregunté con tacto, dejando un espacio en mi tono para que él decidiera si cambiábamos de tema o seguíamos con el mismo.

— Te acababa de contar cómo ocurrió todo, pero se me ha olvidado un detalle.

— Dime — dije recostándome un poco en la silla, demostrando así que estaba dispuesto a escuchar.

— Cuando empecé a sospechar que algo pasaba por las excusas que ponía y la forma que tenía de reírse de mis preguntas, le pregunté si de verdad le gustaba. Ya sabes, no como un inquisidor que quiere la verdad para castigar, no había ningún carácter punitivo en mi pregunta, ni siquiera un deje hostil ni belicoso; pregunté porque quería saber si lo que mi intuición me susurraba era cierto. Sólo quería oír de su boca la verdad que pululaba en mi cabeza pero a la que no podía dar certeza alguna todavía. Le pregunté: ¿pero te gusta? Y ella respondió entre risas que estaba tonto y se distrajo mirando las cortinas, no dándole más importancia. Pero luego resultó que estaba mintiendo.

— ¿La creíste?

— ¡Qué va! ¿Pero qué iba a hacer? Tuve que quedarme con su respuesta como si fuera algo oficial, suponía que llegados a este punto, después de tantos años, optaría por la sinceridad al hablar de las cosas importantes… — Alejandro tragó saliva mezclada con humo que le hicieron toser secamente. Luego bebió un sorbo y siguió contándome:

— … pero nada más lejos de la realidad. A los dos o tres días de esa pregunta y esa falsa respuesta discutimos por una tontería, nada que no hubiéramos vivido más veces y que no hubiéramos aclarado en decenas de conversaciones, a veces siendo yo el culpable y otras veces ella. Pero esta vez ella vio una oportunidad de terminar con todo con cierta impunidad. Aprovechó la excusa de esa tontería para enarbolar toda una coartada que esperaba la hiciera inocente. Empezó a hablar de su futuro inmediato y de la importancia de sus estudios recientemente retomados como razones suficientes para dejar en suspenso los cinco años que llevábamos juntos. Que si estaba en un momento importante y no podía dejar pasar la oportunidad, que si las discusiones de los últimos tiempos le estaban pasando factura a la hora de concentrarse o que era una mala racha y para centrarse quería apartar cualquier contacto romántico entre nosotros.

— Vaya — dije siguiendo la historia de mi amigo con atención.

— Vaya, eso pensé yo cuando, tiempo después, me confesó que estaba saliendo con otro. Pensé en todas las excusas que me había puesto y en cómo se iban cayendo una a una provocando un alud o una avalancha de falsedades que no sabía si la enterraban a ella o me arrastraban a mí hacia el acantilado de forma imparable. Resultó que lo que yo sospechaba era cierto desde el primer momento en el que esa idea atravesó mi mente, que seguía tan lúcida como siempre, pero sin pruebas. Me confesó que una tarde de esas en las que no me contestaba a los mensajes había quedado con él y se habían besado, pero en la pronunciación de ese supuesto beso había más secretos, más oscuridad y mucha intención de hacer pasar toda su confesión como una verdad sin aristas y absoluta que yo habría de aceptar y creer sólo por el mero hecho de ser pronunciada. No me la creí, como tampoco me estuve creyendo todas sus tretas para endulzar la traición. Según mi intuición, hubo más que un beso, pero ella no lo confesó y yo no insistí por darme igual las palabras que salieran de su boca.

— ¿Crees que se acostaron?

— Estoy convencido, pero eso poco importa. ¿Qué más da un beso o un polvo como punto de partida, como primera piedra, si ya la montaña se ha desmoronado o el condenado languidece medio moribundo al final de la lapidación? Me da igual.

— ¿Y cómo estás ahora? Ya ha pasado cierto tiempo, ¿cómo lo llevas? — pregunté intentando alejar un poco a mi amigo de su pasado.

— Bueno, no me quejo. Ya he asimilado muchas cosas necesarias y olvidado las que no me hacen falta para seguir hacia delante. Lo que más me ha jodido es esa falta de respeto por la verdad que merece la otra persona que ha compartido contigo tantas cosas durante tanto tiempo. No me molestó la infidelidad, ya sea en el grado mínimo del beso robado que ella dijo o en el máximo que se supone que es el sexo. Lo que de verdad atravesó mi pecho y mareó mi pensamiento fue ese desprecio por mi dignidad cuando dijo que no me había dicho la verdad por no hacerme daño. Yo no puedo controlar los impulsos de los demás, apenas puedo domeñar los míos como para ser juez de los de los demás. Si el chaval ese le había gustado, si le había removido cosas que conmigo estaban olvidadas o sepultadas por el peso de los años y de las discusiones, yo poco podía hacer para remediar esos sentimientos que sin duda brotaban verdes y nuevos, llenos de esperanza y de promesas de felicidad que en ella se desarrollaban. ¿Qué podía hacer, rebelarme, intentar competir y reconquistarla? Tonterías, esas cosas nunca funcionan, mi poder sobre sus actos sólo dependía del amor que ella me profesaba, y viceversa. Pero nuestro amor estaba ya esquilmado y raquítico. Era normal y comprensible que ella buscara lo que creía que la haría feliz en otros labios y otros brazos ajenos. No la culpo por eso, ella es así aunque no lo sepa. Conmigo ocurrió igual, le hizo algo parecido al ex novio que me precedió. Pero ya te digo, no se lo tengo en cuenta, cada uno es como es.

— A mí me hubiera molestado bastante — le dije a mi amigo por si le servía de consuelo.

— Ya, cada uno es como es. Yo soy como soy y siempre he tratado de entender que hay cosas que no puedo controlar y actuar en consecuencia. Las relaciones se rompen así, llega otro que promete, que ilumina y rescata; es normal que se entregara, comprendo la luz que tiene lo nuevo sobre lo viejo y cómo ésta oscurece los años vividos resaltando ese nuevo futuro que parece solucionar todo lo que ya no nos gusta o soportamos. Pero lo que no soporto es la mentira por cobardía. Es como si quisiera pasar de puntillas por las consecuencias de sus actos intentando no dejar huellas en sus excusas. Pero las mentiras tienen las patas muy cortas y su sonido es metálico y atronador, resuenan con eco, no llegan limpias a los oídos, como sí ocurre con las verdades. Pues la verdad siempre es reluciente aunque afilada, y aunque atraviese el cuerpo y reviente vísceras, siempre hay un orificio de salida que permite la sanación de lo atravesado; deja cicatriz, pero no hay que operar.

— Te entiendo.

— Sé qué lo haces. También has pasado por algo parecido, por eso es a ti a quien se lo cuento. Sé que mi relato será acogido por tu parte y tratado como se merece: sin complacencia o conmiseración. Y te lo agradezco.

— Para eso estamos — dije con una ligera sonrisa de complicidad.

— Y ahora lo que siento es muy parecido al frío que entra por la ventana cuando la abres porque quieres airear la habitación a causa del humo estancado que vela la vista y se encharca en los pulmones. Todos los años que he pasado con ella son eso: una habitación que se vacía de humo. Y cuando este va desapareciendo vuelven a aparecer las cosas que creías olvidadas pero que solo estaban ocultas.

— Eso es bueno.

— Lo es… — dijo Alejandro terminándose el café, el cual no supe cómo se había ido vaciando mientras no dejaba de hablar —… pero bueno, a lo hecho, pecho, dicen, ¿no? De nada sirve lamentarse o lamerse las heridas más de la cuenta. Te diría que les deseo lo mejor, pero no les deseo nada, ni bueno ni malo. No sé si eso es elegancia o frialdad psicópata; pero al igual que ella no pudo reprimir sus sentimientos, yo tampoco. Y creo que ya hemos hablado bastante del tema, no quiero aburrir y tampoco me apetece teñir todo nuestro encuentro con tristeza, te aprecio demasiado como para irme con ese sabor en los labios. Si no te importa quiero cambiar de tema.

Alejandro se mostraba ahora más liviano. Una vez sacadas las palabras que tanto le pesaban en la conciencia se había permitido sonreír por primera vez en toda la tarde. Sus ojos brillaban con afectada gratitud cuando me miraban y las colillas de sus cigarros se amontonaban en el cenicero formando el cementerio de sus confesiones. Yo acepté de buena gana el cambio de tema, dispuesto a seguir aligerando el ánimo de mi amigo.

— ¿Y de qué quieres hablar? — pregunté echando mano de mi riñonera, donde tenía los porros.

— De los alienígenas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario