Alquilar una bala.

Alquilar una bala.




El chaval de los ojos color aceituna me miraba desencajado. Su pistola temblaba levemente en su estirado brazo, no apartaba la vista de mi cara y apenas sí pestañeaba; temía perderse el momento en el que fuera a atacarle. Como si yo fuera a hacerlo... desde siempre he sido inofensivo, y que ese gitanillo me mirase con miedo a que le hiciera algo me enorgullecía levemente. Volvió a silbar como cuando me detectó. A ver quién me mandaba a mí a meterme en Los Colorines. Aparecieron tres personas más, dos hombres de unos cuarenta años y un chaval de mi edad más o menos. Se pusieron tras el que me apuntaba y le dijeron algo al oído para que bajara el arma.

— Gracias — les dije bajando las manos.

— ¡Cállate! — me gritó uno de los hombres.

Siguieron hablando con el chaval y luego le dijeron que se fuera. El que me habló, que tenía una gran cicatriz en la mejilla izquierda, se acercó hasta ponerse a menos de un metro de mí. Alzó un brazo y me lo posó con fuerza en el hombro antes de decirme:

— ¿Qué haces aquí, no sabes que este sitio es mu peligroso? — me dijo despacio y sin dejar de mirarme a los ojos.

— Quiero una pistola— dije con toda la seguridad que conseguí reunir.

— ¿Para qué?

— Para suicidarme — le dije apretando la mirada.

La respuesta no se la esperaba el de la cicatriz, ni el otro hombre ni el chaval que los acompañaba. Cuando decidí venir hasta aquí sabía a lo que me exponía,  la fama de este barrio es bien sabida por todos los de la ciudad; nadie se atreve a venir hasta aquí, ni la poli ni las ambulancias. Hace un par de años quemaron tres autobuses en una semana. Pero pensaba que los riesgos no importaban porque venía a lo que venía. No se me ocurrió ningún otro lugar para encontrar una arma. En Estados Unidos esto no pasaría.
— ¿Y por qué no te pego un tiro y ya? — dijo el chaval que me había estado apuntando con la pistola, que había vuelto, y se acercaba a mí a pasos cortos y otra vez con el brazo extendido.

— ¡Migué, tate tranquilo! — dijo el hombre cicatrizado.

— Por mí bien — dije más chulo que un ocho.

— Pero vamo a ver, que yo me entere. ¿Pa qué coño te quiere suicidá tú?

— Eso es cosa mía — me enroqué.

— Mira, chaval, yo he estao en la cárcel tré veces, no te me pongas chulo que te pego un tiro.

Justo después de pronunciar estas palabras se quedó mudo y entendió que esa amenaza para mí era un regalo. Desprovisto del factor miedo, la cicatriz de su cara era menos aterradora. Se dio cuenta, por fin, de que podía hacerme lo que quisiera, que si me amenazaba con la pistola no surtiría el efecto deseado, más bien al contrario; en su cara se notaba que se estaba preguntando qué debía hacer.  Me soltó el hombro y volvió con sus compañeros y con el chaval de los ojos aceitunados, que seguía apuntándome, pero nadie le hacía caso. Y él a mí tampoco, me apuntaba sin mirarme, más atento a oír lo que decían sus colegas que a amedrentarme.
Discutieron durante unos minutos, yo permanecí inmóvil preguntándome por qué venderle una arma a alguien que te ha dicho que se va a suicidar es tan problemático. Esta gente, según los rumores, se liaba a tiros cada cierto tiempo, habiendo muertos muchas veces. Siempre se estaban vengando y seguramente todos habrían disparado un arma con intención de matar.

— O matarme vosotros, si no queréis venderme la pistola. Aunque preferiría hacerlo yo mismo, es más poético.

— ¡Shhhh! — me chistó el de la cicatriz.

—¡Cállate de una vez! — chilló con voz de rata el chaval de la pistola.

—¿O qué? — le contesté, otra vez más chulo que un ocho.

— ¿Quieres un gujerito chiquitito en medio la frente? — dijo ladeando la cabeza como un psicópata de hollywood.

— Sí, quiero — le dije a modo de novia en el altar.

El chaval movió la pistola como un negro del Bronx y parecía confuso. Miraba a sus amigos pidiendo ayuda para saber qué hacer. Comprendí que, quizás, era el único que nunca había disparado. En sus ojos creía adivinar que esperaba no tener que hacerlo nunca, todo era una pose para parecer un tipo duro. Los demás siguieron debatiendo unos minutos más, cuando hubieron terminado el de la cicatriz le hizo bajar el arma al chaval antes de venir a ponerme de nuevo la mano en el hombro.

— Mira, chaval, tienes huevos, lo reconozco. Pero no pueo venderte el arma. No vendo a gente de bien, me traería muchos problema. Lo entiendes,¿no? ¿Y si la poli encuentra la pistola y siguen el rastro hasta mí? Tengo que potegerme.

— Pues lo hago aquí y te quedas le pistola — le dije mientras sacaba mi cartera y le enseñaba los quinientos euros en billetes pequeños que hacían que casi reventaran las costuras — en cierta manera, es dinero gratis, como un regalo. Te quedas el dinero y luego recuperas la pistola, yo sólo necesito una bala. ¿Qué te parecen quinientos euros por una bala?

El hombre se llevó la mano a la nariz y se la acarició sopesando la situación. Quién me iba a decir a mí que iba a encontrar moral en el barrio más peligroso de la ciudad, donde las ambulancias, si entran, nunca llegan a tiempo para curar los balazos, o las puñaladas, de los que aquí viven. El hombre me miraba como quien se encuentra con un ovni por primera vez, sin saber si está soñando o no, sin ser capaz de entender qué está viviendo. Con lo fácil que sería que se cabreara y me pegara un tiro.


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