Para aquellos que no me conozcan, yo antes viajaba bastante.
Solía desplazarme sobre todo por motivos de trabajo y muchas veces a los mismos
sitios. ¿Viajar es sólo moverse o depende el verbo del destino? Me refiero: si
siempre voy a los mismos sitios, ¿se considera viajar? ¿O la variedad de
destinos es necesaria para el correcto uso del verbo? Da igual.
Además de frecuentar los mismos sitios también me alojaba en
los mismos hoteles. En uno de ellos, en el que ahora estoy, conseguí la amistad
de Pablo, el mejor recepcionista de toda la Costa del Sol.
—
¡Muy, muy buenas tardes, señor! ¡Cuánto tiempo!
—
¿Cómo estás, Pablo? Me alegro mucho de verte de
nuevo.
Pablo saltó el mostrador con agilidad, no sin antes girar el
cuello en ambas direcciones asegurándose de que nadie lo veía saltarse ni el
protocolo ni el mazacote de madera deslucida y vieja desde el que trabajaba.
Vino con fuerza y me abrazó con afecto.
—
Vi la reserva y me puse nervioso, no me lo
creía. Pero resulta que es totalmente verdad. Me he tomado la libertad de
cancelar su reserva y elegirle la misma habitación que la última vez. Espero no
le moleste.
—
¿La de la terraza? — pregunté intentando hacer
memoria.
—
La misma — Pablo estiró la mano y dejó caer la
llave dentro de la mía. — Espero que la disfrute tanto como la última vez.
Un guiño parpadeó en uno de sus ojos y volvió a ponerse en
su lugar de trabajo, volviendo por donde dictaba el protocolo esta vez.
—
Esta noche nos tomamos un vino. ¿Te parece,
Pablo?
Mi amigo asintió comedido y contento y yo cogí la maleta y
puse rumbo a la habitación. Abrí la puerta a la tercera y entré dispuesto a
recordar algo más de la última vez. La disposición de los cuartos que componían
la suite seguía siendo reconocible,
excepto por un pequeño armarito empotrado que parecía más nuevo que el resto.
La terraza estaba idéntica, excepto por las plantas, que eran más coloridas y
hermosas, creí recordar.
Me apoyé en la barandilla y miré hacia la costa. Dos grandes
edificios de cristal se elevaban frente a la playa, tapándola burdamente,
reflejando las fachadas vecinas sin pudor ni estética. Parece que cuando uno
abandona algo, sea un lugar, una persona o una actividad, ésta se acelera y no
para de crecer. Es como si el tiempo se ralentizara en los ojos de uno cuando
mira y vive y fuera de ellos todo adquiriera otra velocidad.
Al sol se le empezaba a notar el cansancio y su luz se iba
anaranjando trémulamente. Por entre los edificios nuevos se veían algunos
barcos volver. Cerré los ojos para oír mejor pero no oí nada. Me fumé un
cigarrillo sentado en una de las sillas y esperé a que Pablo terminara su turno
leyendo un poco. A eso de las diez, el teléfono de la habitación chilló. Era
Pablo:
—
Señor, ¿el vino lo prefiere de alguna marca en
especial? No se preocupe por el precio. Invita la casa.
—
¿Tenéis Habla de la Tierra?
—
Del Silencio.
—
Tanto mejor. Tráelo.
—
Así será.
Decidí cambiarme de ropa y ponerme cómodo. Pablo llegó a los
pocos minutos con la botella dentro de un barreño metálico con un poco de
hielo. Le abrí y nos sentamos bajo la noche que, aunque estrellada, permanecía
opaca por las luces de la ciudad. Saqué dos copas e invité a Pablo a un
cigarrillo que aceptó encantado.
—
¿Está la habitación como la recordaba? Preguntó Pablo,
expectante de una respuesta afirmativa.
—
Ha sido todo un detalle. Gracias. Siempre que te
recuerdo lo hago sentado aquí. Me alegra que de aquí en adelante pueda seguir siendo
así.
—
Y a mí, señor. Más de una vez ha venido a mi
mente esa tarde que pasamos hablando de los Beatles.
—
¡Es verdad! La chica del equipo de música. ¿No
habrá querido el destino que, por fuerzas invisibles, hayamos coincidido de
nuevo los tres?
—
Me temo que no señor. Ya sabe que la gente viene
y va, y más en un hotel costero. La repetición de caras no es algo muy común.
Mi trabajo es un desfile de caras que se olvidan. Para mí siempre son los
mismos desconocidos. Por eso me alegro tanto de volver a verle, señor. Es usted
un recuerdo vívido, aún latente, que resiste el paso del tiempo con gallardía.
—
Muchas gracias Pablo por tus palabras. Sabes que
yo te aprecio mucho también.
—
Lo sé señor. La mutualidad es algo que se siente. Por eso mismo quiero honrar
nuestra amistad común intentando crear otro recuerdo que merezca la pena y nos
haga sonreír cuando nos recordemos.
—
¿Cómo? — pregunté tras descorchar el vino, que
hizo un sonido líquido al salir el tapón a presión del vidrio frío.
Pablo miró su reloj de muñeca y dijo:
—
Espérese unos diez minutos y lo descubrirá.
Aprecié el aura de misterio que Pablo quería darle a la
situación y me entregué a sus deseos con una sonrisa. Bebimos del vino tras
brindar y pensé en lo distintas que saben las cosas de casa cuando se está
lejos. Pablo me contó cómo aguantaba esos últimos años antes de la jubilación y
sus deseos de viajar después de ésta. Sin ir de hoteles, me dijo, pero con la
firme intención de moverse por todo el mundo posible antes de volver a casa
para morir.
—
Emborracharme de recuerdos. Eso quiero — dijo literalmente.
—
Y yo que cada vez guardo con menos cariño los
míos…
—
No se preocupe señor, hoy lo guardará con mimo,
estoy seguro de ello. Ya es casi la hora, preste atención.
Pablo hizo un gesto que indicaba que mi misión era escuchar,
aunque aún no se oía nada. Me encendí otro cigarro.
—
Ahí está. ¡Cuánta puntualidad tiene esta
muchacha! Es admirable.
Desde detrás de la pared que delimitaba las terrazas de las
habitaciones surgieron primero, como si fueran pájaros pequeños y solitarios,
unas notas tibias de un piano; luego se transformaron en una bandada entera de
estorninos. Esa melodía era cada vez más cálida y potente, sorteaba la materia
con facilidad por entre los recovecos que dejan las construcciones humanas para
llegarnos a los oídos límpida y preciosa.
Dejé escapar una buena cantidad de humo por la boca que ascendió
lento por la falta de brisa, pero que una vez alcanzada cierta altura se
arremolinó sobre sí mismo y pareció que bailaba. La melodía nos acompañaba
meciéndonos los pensamientos.
En un momento, toda la magia se detuvo y volvimos a oír los
coches lejanos con sus malos humos y su falta de sensibilidad. Acto seguido
volvió a empezar la música desde el principio.
—
¿Está practicando? — pregunté cuando volvió a
empezar por tercera vez, reiniciándose antes que la vez anterior.
—
Hay notas que se le resisten. Pero ahí está lo
bonito. Debo confesarle una cosa, señor.
—
Dime.
—
La habitación la he elegido yo, pero no para
usted. Quien toca es una muchacha que no sé qué hace aquí, pero que lleva
alojada un mes, si no es más. No se alojó en mi turno. Yo me la encontré por
casualidad una noche. Siempre toca la misma canción; menos cuando se va a
dormir, entonces toca una que se sabe al a perfección. Le gusta mucho versionar
a Neil Young, Pero bueno, el caso…
—
… que vienes todas las noches — le interrumpí
para terminarle la frase.
—
Exacto — Pablo se avergonzó ligeramente y bebió
para justificar el ligero color que iban adquiriendo sus mejillas. — Una de las
ventajas de mi trabajo es que puedo elegir las habitaciones de la gente. Si se
fija, el frigorífico no enfría bien, hace mucho que no lo enciendo porque sé
que no va a hacer falta. Se lo he encendido especialmente para usted. Entonces,
cuando vi su reserva pensé que le gustaría compartir mi pequeño secreto.
—
Y me está encantando, Pablo — sonreí
amorosamente.
—
Me alegro mucho señor de que así sea. Me parecía
muy descortés por mi parte no alojarle aquí. Pero no quería dejar de venir. Es
como si la suerte me hubiera solucionado el problema en un guiño.
La chica seguía esforzándose en superar la parte que se le
atragantaba. El inicio ya lo bordaba y se podía notar la emoción y el regocijo
que sentía cada vez que empezaba, impregnando, supongo, las teclas con la
vívida y emocionante sensación de hacer las cosas bien. Y eso se traspasaba a
las notas. Cuando superó esa parte que tanto la tropezó, acompañó algunos
segundos la melodía silbando, feliz de poder continuar.
—
No siempre se atasca en el mismo sitio. Hoy lo
ha resuelto con más gracia — dijo Pablo sirviéndose un poco más de vino.
—
¿Y cómo es la muchacha? — pregunté curioso.
—
Ni idea.
—
¿Cómo puedes no saberlo? Tú sabes todo eso.
—
He hecho un esfuerzo, señor.
—
¿Por qué?
—
Porque no hace falta. Para mí esto es un regalo.
Y es para mí porque yo lo he descubierto y lo he cuidado. No necesito poner cara a la música. La cara a veces estorba, el cuerpo aleja muchas veces más de
lo que acerca, señor. Además que no sólo está la vista para conocer a alguien.
Yo le aseguro que ha habido días, a la segunda o tercera semana, en los que he
sentido una variación en algo y he sentido la tristeza que la sobrevolaba ese
día. Y lo mismo al contrario. Hoy está feliz, escapa de las notas que se le
interponen y molestan con gracia y soltura, muy livianamente. Da gusto
escucharla en estos días. ¿Sabe? Me ocurre también una cosa muy curiosa; hay
días en los que coincidimos en el estado de ánimo, y eso es precioso. Pero
también hay otros en los que ella, lejos de sentirse como yo, incluso pudiendo
encontrarse en el otro extremo emocional, me cuenta otra versión de mi día. Es extraño. Si he tenido un mal día, o muy triste, ella no lo cambia, pero sí
consigue hacerme pensarlo desde otra perspectiva. Es muy buena.
—
Ya veo — me recosté en la silla para estirarme
la espalda. Cuando me erguí le pregunté a mi amigo:
—
¿Sabes que me quedo varios días, no?
—
Sí señor. Mañana, si no le importa, me gustaría
volver.
—
Todos los días que quieras.
—
No. Mañana y ya está.
—
¿Por qué? Llevas viniendo un mes, no quiero
robarte este momento. Es tuyo.
—
Señor, usted no me roba nada. Yo se lo regalo.
Quiero hacerlo. No digo que cuando esté en ese otro lugar y no aquí no sienta
alguna ligera angustia, pero podré soportarla y sabré sobreponerme.
—
¿Y si se va durante esta semana?
—
Se marcha el mismo día que usted.
—
¿Estás seguro que no quieres venir ningún otro
día? Es posible que no vuelva…
—
Seguramente. Por eso es un regalo, señor. No se
puede regalar algo si no se desprende de uno mismo. El valor del regalo no
reside en quien lo recibe, no se mide por la ilusión de quien lo desenvuelve o
por la sonrisa del sorprendido. El regalo es siempre algo propio, es una intención,
una intuición y una confesión. A veces una declaración. Quiero regalarle a
usted esas últimas noches porque para mí son muy valiosas y confío en que usted
sabrá apreciarlas en su justa medida. Usted se irá de aquí habiéndose deleitado
con ella, yo habiendo compartido el tiempo en compañía de ambos.
—
Y ella sin saber nada de esto.
—
Así es como debe ser, señor.
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