Llegué a la estación de tren con algunos minutos de
antelación para poder fumarme el cigarro tranquilamente, sabiendo que estaba
donde debía y a la hora que debía, y así poder disfrutarlo. Posé las maletas
sobre el adoquinado gris y saqué las cosas de mi riñonera para prepararme el
vicio que desde hace tantos años no se separa de mí. Mi padre siempre me
insiste en que deje de fumar, pero yo me obceco y le digo que de algo hay que
morir. Él me responde que sí, pero que soy un gilipollas por forzarlo. Igual tiene
razón.
Encendí el mechero a la primera, gracias a un buen uso de mi
pulgar derecho pese al frío que me agarrotaba las articulaciones. En ese
momento se acercó un hombre alto con gafas redondas y poco pelo, pero muy bien
peinado.
—
¿Perdona me darías un poco de fuego? — me dijo
rebosando educación y saber estar.
—
Le doy una llama entera — dije ofreciéndole el
mechero.
—
Gracias — me dijo esbozando una reverencia.
Ambos fumamos al unísono mirando las casas viejas y roídas
que se sostenían sin saber muy bien porqué al otro lado de las vías. De ellas
salían de vez en cuando algunos chiquillos corriendo y gritando. El andén se
fue llenando lentamente de más gente que venía a esperar.
—
¿Sabe si el tren viene con retraso? — le
pregunté al hombre que fumaba conmigo, pero con más paciencia.
—
No suele, pero nunca se sabe. ¿Qué más da cuando
llegue si no se va a parar?
—
¿No se va a parar? — pregunté sin estar seguro
de haber entendido bien lo que me había dicho.
—
Nunca lo hace.
—
¿Y entonces? — volví a preguntar mirando mis
maletas que se erguían solemnes en el suelo.
—
Si quieres cogerlo tendrás que arriesgarte, pero
ten cuidado, puedes quedarte pegado a la cabina, con la cara contra el cristal,
y hacer todo el viaje de espaldas y viendo la cara cansada del maquinista, que
solo piensa en llegar a casa y beberse un whiskey. O puedes intentar saltar
sobre la mitad, confiando en acertar en una puerta abierta y así colarte
dentro. Pero no creo que puedas llevarte todas las maletas.
—
Pero ahí tengo todas mis cosas…
El hombre las miró con cierto desdén, luego me miró a mí y
dijo:
—
No te lo puedes llevar todo.
—
¿Y si no para, qué hace esta gente aquí? — cada
vez había más personas en el andén, todas dispuestas en líneas horizontales
paralelas a la vía, pero respetando la distancia que marca la línea amarilla.
—
Pues no lo sé. Con la gente nunca se sabe.
Alguno vendrá a recoger a alguien, otros seguro que se debaten entre quedarse o
irse; también habrá alguno que solo venga a sonreírse cuando otro no llega a
coger el tren. Hay de todo.
— ¿Y usted?
—
Yo vengo un par de veces por semana desde hace
ya varios meses a esperar.
—
¿A quién? — seguí preguntando cada vez más
curioso.
—
A nadie. Las personas no existen.
—
¿Cómo? — no entendí.
—
Que no espero a nadie. Quien espera a alguien
está condenado a vivir siempre atento a cualquier rostro, dependiente de una
sonrisa, de un gesto; confundiendo los descuidos con intenciones, jugando con
una salvación que creen que se merecen. Las personas no existen, no tiene
sentido esperarlas.
—
¿Y qué sentido tiene un tren que no se detiene?
—
¿Qué sentido tiene el amor?
No dije nada, esperando que terminara la frase y pudiera
entender qué me quería decir. Durante unos segundos el hombre se limitó a dejar
escapar el humo de sus pulmones, haciéndolo ascender por su cara sin esfuerzo
ni intención de alejarlo de sus facciones.
—
Todo depende de lo que estés esperando.
—
¿Usted qué espera?
—
No lo sé.
—
Yo quiero salir de aquí.
—
Eso no existe — dijo el hombre tirando la
colilla a la vía. Ambos vimos las vueltas que dio en el aire y cómo rebotó en
el suelo antes de perderse en el escalón que daba a la vía.
—
¿Cómo qué no? — dije algo exaltado.
—
Las cosas no existen, la gente no existe, el
aquí, el allí y el más allá son invenciones para consolarnos. Lo único que
tenemos es tiempo, todos estamos compuestos de él, todos lo perpetuamos; a él
le rendimos cuentas y llantos, de él huimos y a él recurrimos cuando nos
perdemos. Esa gente que ves que llega y deja sus maletas en el suelo con mimo
lo que quieren es que el tren les salve de algo. ¿Sabes de la metáfora esa que
tanto se usa que dice que hay trenes que sólo pasan una vez en la vida? Pues
esa gente se lo cree.
—
¿Y eso tampoco es verdad?
—
¡Claro que no! ¿Qué significa eso? Cuando llegue
ese tren, si es que llegase, ¿qué haces con él?
—
Te montas y te lleva a otro lugar.
—
¿Y tú dónde quieres que te lleve?
—
Quiero volver a casa — contesté con cierta
tristeza.
—
Eso no existe.
—
¿Y usted por qué está aquí?
—
¿Dónde?
—
Aquí.
—
Eso no existe.
—
¿Y dónde estamos?
—
Dímelo tú.
—
No lo sé — respondí confuso.
— Pues eso es algo que deberías pensar.
Un estridente pitido rompió el silencio que se había creado
entre el hombre y yo anunciando la llegada del tren. La bestia metálica penetró
en la estación a toda velocidad bufando. La violencia de su velocidad despeino
a dos muchachas que estaban demasiado cerca de la vía. Los vagones parecían uno
solo, confundiéndose los colores y las ventanas. El hombre tenía razón y el
tren no se detuvo, incluso pareció que aceleraba cuando terminaba el andén,
como si estuviera deseoso de salir de allí. Miré a mí alrededor cuando todos
los sonidos metálicos se hubieron perdido en la distancia. Seguíamos los mismos
sobre el andén.
—
Ni se ha subido ni se ha bajado nadie — le dije
al hombre.
—
¿Y tú qué sabes? — respondió cortante pero
respetuoso.
—
Lo he visto.
—
No puedes ver lo que ocurre dentro de cada uno.
Me quedé un rato en silencio y me lié otro cigarro. Miré mis
maletas y me pareció que carecían de sentido. Miré al hombre, que en ningún
momento de la conversación había cambiado el gesto serio e impersonal y le
pregunté:
—
¿Vendrá mañana?
—
Eso no existe.
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