Leo estaba recostado en el sofá con las piernas en lo alto
de uno de los reposabrazos y la cabeza estirada hacia atrás formando un ángulo
pronunciado y aparentemente incómodo. Fumaba formando “oes”, o eso pretendía,
pues aparecieron antes letras poco comunes del abecedario que una “o” que
pudiera ser reconocible. Pero no parecía importarle nada de eso. Mi humo era
más blanco que el suyo, pero menos dado al alarde; se contentaba con ascender
desde mis labios sin arabescos innecesarios. Son formas distintas de entender la
vida, supongo.
—
Tío, ¿has pensado que este año va a hacer diez
años desde que empezamos la facultad? Diez años ya… y en ningún momento ha
dejado de pasar el tiempo.
—
Toma — dije estirándome para que intentara sus
letras con mi humo.
—
Gracias — agarró el porro con la mano en la que
no tenía el cigarro y tras haberse acercado para cogerlo, volvió a su extraña
postura.
—
Pues sí, ya van a hacer diez años, parece
mentira — continué la conversación.
—
No, lo que parece es que no han existido. Pero
cada día de esos años hemos estado vivos. Pero cuando te pones a pensarlo
sientes como si hubieras muerto un poco al recordarlo.
—
La nostalgia es muy intensa — dije.
—
Y más cuando empiezas a dejar de ser joven — la
voz de Leo sonó profunda y aquejada.
—
Aún nos queda para eso, ¿no crees? — dije para
tranquilizarme yo ante las palabras de mi amigo.
—
Sí, bueno. Mira lo rápido que han pasado estos
diez años… yo no aseguraría nada a partir de ahora. Quizás mañana, o pasado,
hayan pasado otros diez y yo esté ya muerto. O tú. Espero que no mi madre.
—
Hombre, no hace falta ponerse tan catastrófico,
el tiempo pasa, sí, pero también trae cosas buenas.
—
Sí, puede ser. Pero a mí ya no me queda ningún
recuerdo sano — Leo volvió a estirarse para devolverme el porro, que agarré con
cuidado y agradecido.
Desde la calle vino un estruendo apocalíptico producido por
un camión que frenaba y hacía sonar el claxon al mismo tiempo. Se oyeron varios
insultos intercambiados y unos cristales rompiéndose.
—
Estoy pensando en aquella novia que tuviste.
Celia era, ¿no?
—
Sí, eso fue en tercero.
—
¿La recuerdas a menudo?
—
De vez en cuando, sí. ¿Por?
—
Porque yo me acordé el otro día. Mira que no la
tengo ni en Facebook ni nada; no sabría buscarla siquiera, no recuero su
apellido.
—
Burrisqui.
—
Eso. Era de las primeras de la clase, es verdad.
Bueno, pues me acordé el otro día de una vez que desayuné con ella en la
cafetería y lo bien que me cayó. Y lo guapa que era.
—
Sí, era un encanto, la verdad. Quizás a veces
demasiado incisiva en sus observaciones, pero mejor eso a alguien que no
pueda herir.
—
Amén.
—
Pero no sé por qué te has acordado de ella —
pregunté curioso.
—
Ni yo. Simplemente me he acordado. No la veo
desde la graduación, como a muchos otros. Y ellos, como tú y yo, han seguido
viviendo en esa ignorancia. Sus días han sido los nuestros, con las mismas
horas; el calendario ha transcurrido igual para todos, pero aquí no queda
ninguno.
—
Ellos podrían decir lo mismo de nosotros.
—
¡Exacto! ¿Y eso no te da miedo? Estuvimos con
ellos cuatro años, con algunos alguno más, pero ya todo eso se ha borrado.
Pienso en la facilidad que tenemos para hacer desaparecer a los demás.
—
Bueno, pero no a todos nos pasa eso. Mírame.
Míranos, aquí estamos. — dije apagando el porro con delicadeza en el cenicero
de Hannah Montana que tenía desde que entré en la universidad.
—
¿Crees que nos pasará? ¿Crees que algún día
desapareceremos el uno para el otro? Tú estabas muy enamorado de Celia, y
mírala ahora.
—
No soy adivino tío, pero no me gustaría, la
verdad. No hay razón para que eso ocurra. Piénsalo así: después de diez años
aquí seguimos el uno para el otro.
—
No sé. Siento pena, una muy profunda y me
produce vértigo si la miro. Antes creía que todas las cosas que hacía iban a
ser para siempre. Recuerdo a Marina y cómo conseguía que llegara siempre tarde
a clase por quedarnos abrazados cinco minutos más. Entonces para mí estaba eso
muy bien, podría repetirlo siempre. Es más, pensé, me acuerdo, que igual estaba
destinado a llegar siempre tarde a cualquier sitio si amanecía entre sus
brazos. Y mírala ahora.
—
Joder tío, eso es un poco retorcido.
—
¿Por qué?
—
Marina se quedó manca, ¿no te acuerdas?
—
¡Mierda! ¿Ves lo que te digo? También pensamos que
siempre vamos a estar completos. ¿No te da miedo eso tampoco? El perder un ojo,
una mano, una pierna…
—
Si me pongo a pensar en todas las cosas malas
que me pueden pasar, no salgo de casa.
—
En casa también te pueden pasar desgracias.
—
¡Joder, Leo! Estas empeñado en bajar mi ánimo,
¿no?
—
Perdona, tío, perdona. Pero es que esta postura
me invita dejarme llevar, ya sabes que nunca sé frenar una idea cuando parece
que va a descarrilar.
—
Pues siéntate bien y deja ya de darle vueltas a
la cabeza.
—
Venga, va. ¿Quieres que echemos un ajedrez? —
dijo levantándose antes de que respondiera.
—
Yo voy con negras.
—
Perfecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario