Era un domingo anodino de principios de diciembre. Desde el
sofá, si levantaba un poco la cabeza y ponía el cuello en tensión, podía ver la
parte de arriba del edificio de enfrente recortada contra el blanco del cielo
encapotado. Desde dentro no parece que haga tanto frío fuera como dicen las
aplicaciones del móvil. La penumbra empezaba a convertirse en oscuridad cuando
los pasos de Irene por el pasillo me distrajeron antes de que entrara por la
puerta.
—
¿Otra vez con la misma canción, no te cansas de
ponerla? — dijo mientras agarraba con fuerza mis tobillos y los retiraba
bruscamente del sofá para sentarse.
—
Cada vez suena distinta. Además no es una
canción, es un disco — contesté buscando una nueva postura que me resultara
cómoda.
—
Lo mismo da.
—
No, qué va, no es ni parecido.
—
Me da igual que sea un disco o una canción, como
si quiere ser una sinfonía…
—
Ojalá pudiera volver a escuchar mis sinfonías
sin llorar… — la interrumpí.
—
A eso me refiero, ¿no crees que deberías empezar
a escuchar música nueva?
Irene se estaba liando un cigarro y aproveché para pedirle
un papel para un porro que había intentado liar hacía cosa de una hora y que se
mantenía en el mismo sitio a medio hacer. Estiré el brazo, crucé las piernas
para estar más recto y le di las gracias por el papelillo.
—
No hay de qué, ahora me das unos tiros, ¿vale?
—
Eso está hecho — dije poniéndome manos a la
obra.
Cuando encendí el mechero éste se volvió violento y quiso
quemarme una ceja, pero solo se llevó algunos pelos del bigote.
—
Prefiero los clipper,
no te la juegan de esta manera — el olor a gorrino ya galopaba por mis fosas
nasales destruyendo el resto de olores más amables.
—
Ya, pues compra algún mechero que te guste de
vez en cuando, yo estoy cansada de llevar de más para que me los quites — el
tono de Irene estaba a medio camino entre la guasa inocua y sin importancia y
las últimas gotas que quedan de la paciencia de uno.
—
Lo siento, empezaré a hacerlo.
—
Muy bien, ¿pero qué pasa con la música? ¿Podemos
poner otra cosa?
—
Sí claro, cambia y pon lo que quieras. Ahí está
el móvil — Irene se estiró y se alargó para cogerlo. Quitó los mejores éxitos
de Gary Moore justamente cuando empezaba la nota sostenida de Parisienne
Walkways que siempre me pone los pelos de punta.
—
¿Y qué es lo que te pasa a ti con las sinfonías,
entonces? — Irene me prestaba atención pero sus dedos se movían frenéticos por
la pantalla del móvil.
—
¿Sabes que hay varias formas en las que la música
se transforma dentro de uno? Hay muchas canciones que se quedan como música de
fondo, que solucionan el problema de la nostalgia temporalmente. Esa música es
la banda sonora de cada uno, la que construye la mayoría de los recuerdos, la
que cuenta la historia de las emociones y los sentimientos. Por ejemplo, yo no
puedo evitar escuchar Flower of Peace y no verme sentado frente al río de
madrugada echando humo adolescente y desenfadado, hablando con la boca grande y
usando palabras largas porque la vida entonces era infinita. No puedo evitarlo.
No sé si a ti te pasa…
—
La música siempre trae recuerdos — Irene había
desistido en su búsqueda y dejó el móvil encima de la mesa, obligando al
silencio a envolvernos.
—
Pero luego existe la música, como mis sinfonías,
que no trae recuerdos. Yo siempre he sido mucho de Mahler, desde chiquinino, tú
bien lo sabes.
—
Lo sé.
—
No soy capaz de asociar ningún recuerdo a esa
música. Tampoco a ninguna de Händel o de Dvorak, por citar a alguien. Esa
música se me mete en el seso, inunda cada recoveco de mi cabeza y me obliga a
cerrar los ojos. Y cuando lo hago, cuando me encierro en mi propia oscuridad,
empiezo a hablar conmigo mismo.
—
¿Y qué te dices? — preguntó Irene visiblemente
interesada.
—
De todo. Ha habido veces en los que he sito tan
sincero y preciso conmigo mismo a la hora de diseccionar mi vida que he tenido
que incorporarme, pues me gusta escuchar mis sinfonías horizontalmente, y
sorberme los mocos inherentes a las lágrimas. Otras veces he sobrevolado mis
fantasías desde muy alto y me he dejado caer en picado a toda velocidad a capturar
la forma exacta en la que recuerdo ese hombro huesudo y desnudo salpicado por
la sal de un mar embravecido lejos de la temporada alta. O soy capaz de
perderme en una sonrisa que una vez creí ver al otro lado de una mesa en la que
nunca más me volví a sentar. Para mí, mis sinfonías no constituyen meros
recuerdos asociados, creo más bien que son muescas en la piedra desnuda de mi
arquitectura personal. Y aunque nacen de mí soy yo donde terminan, siento que
puedo perderme en ellas y escudriñar el mundo que me perdí mientras vivía. En
ellas he visto ojos que no puedo olvidar y he sentido cómo la verdad de las
cosas es algo maleable y borroso. Suelo imaginarme cosas que nunca van a pasar
porque soy un cobarde y a veces me cuesta fiarme de mi intuición. Me invento
una situación en la que pudiera abrazar con el calor con el que me gustaría
rodear por la espalda ese jersey sin color, o el momento exacto en el que una
mano que roza sin querer es más declaración que despiste; o cómo se ha de mirar
lo que a uno le gusta sin ahuyentarlo. Me imagino aguantando miradas dentadas
que sólo buscan morder, dándome igual si lo que quieren es comer o matar. Y me
digo: eso no es verdad, ¿no lo ves? Y me respondo: pero estaría genial que lo
fuera, ¿verdad? Que fuera cierto ese brillo y ese mechón rebelde que necesita
rodearse a un dedo nervioso; que esa música fortuita por culpa del mal
pavimentado no se quedase encerrada en otras navidades insulsas. Y me sigo
diciendo: pero eso no es verdad, ¿no lo sabes ya? Y continúo respondiéndome con
terquedad: ¡ojala y lo fuera! Ojalá y todo esto que siento cuando me tumbo
tuviera algo de realidad. Aunque fuera un poquito, una pizca, lo suficiente
para no volverme loco.
—
¿Tienes miedo de volverte loco?
—
No, tengo miedo de que en realidad tenga razón y
no tenga valor ni para reconocerlo, ni para afrontarlo… y lo que es peor, que
tampoco sepa disfrutarlo.
Irene me pasó el porro para que
lo matara y se quedó un rato allí sentada sin decir nada. El humo que emanaba
de mi boca reseca por hablar tanto se pegaba contra el techo y reptaba para
salir por el resquicio de la ventana, la cual había estado abierta todo este
tiempo. Miré a mi amiga con tierna gratitud y sentí la necesidad de acercarme y
besarle la sien. Ella se contrajo un instante y luego se recostó ligeramente apretando
su cabeza contra mis labios.
—
Deberías escribir un libro — me dijo con voz
grave y serena.
—
Nadie lo leería — dije triste.
—
Mejor, porque tampoco te veo con ganas de dejar
de ser un cobarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario